lunes, 17 de noviembre de 2008

CAFÉ PARA TODOS

El Evangelio nos dice que Jesús, cuando nos juzgue, lo hará teniendo en cuenta la manera con la que hemos tratado a los demás.

Y va más allá, porque nos dice que lo que hayamos hecho con los demás será como si lo hubiéramos hecho con Él mismo:

«porque cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 32-46: Evangelio de la Misa). Le afectan tanto las cosas buenas como las malas.

Es una identificación total, que se puso de manifiesto ya en los primeros momentos del Cristianismo.

A Saulo le echa en cara, no que estuviera persiguiendo a los cristianos si no que le perseguía a Él.

Jesús, el Buen Pastor, quiere a cada oveja como si fuera la única. Nos busca uno a uno. Nos mira constantemente, segundo a segundo, para echarnos una mano en todo lo que necesitemos.

Le interesan todas las almas, tanto las débiles como las fuertes. Por eso dice la Escritura: «Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas; vendaré a las heridas; curaré a las enfermas».

Pero el texto habla también de las que aparentemente no lo necesitan: «a las gordas y a fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido» (Ez 34, 11-12. 15-17: Primera lectura).

La verdad es que, si nos miramos a nosotros mismos con sinceridad, es fácil que nos veamos de las que necesitan ayuda.

Pero es igual, porque Tú Señor, me cuidas independientemente de mi situación.

Jesús es un Rey con una capacidad muy grande de querer a sus súbditos y cuenta con unos medios extraordinarios para cuidarlos. Nos tiene presente día y noche.

No es que sea el ojo que nunca descansa, al estilo de Sauron en el Señor de los anillos, o del Gran Hermano en la novela 1984.

No es una vigilancia como si fuera un guardia que está pendiente de que no se le escapen los prisioneros.

Se parece más bien a la vigilancia de una madre que tiene un hijo pequeño y, aunque parezca que está distraída hablando con otra persona, siempre tiene un ojo sobre su niño, para que no le pase nada.

Podemos decir, por eso, que a los que se ponen bajo su protección no les faltará nunca de nada (cfr. Sal 22: responsorial).

Cualquier cosa que nos pasa le afecta. Sobre todo lo que nos pasa respecto a los demás. Es como las madres que lo que más quieren es que sus hijos estén muy unidos. Y les duelen más las peleas entre los hermanos que las ofensas que le puedan hacer a ella.

Por eso nuestro Padre Dios valora mucho la manera que tenemos de tratar a los demás.

Y nos juzgará del caso que les hemos hecho; del tiempo que les hemos dedicado.

De si nos hemos preocupado de su salud, de lo que les agobia, de sus alegrías, angustias, miedos, etc. De la amabilidad con que les hemos respondido.

–Nosotros, Señor, queremos tener los mismos sentimientos que tienes tú. Ayúdanos a verte en los demás.

–Ayúdanos tratarles bien porque, si lo hacemos así lo estamos haciendo contigo.

Venid, benditos de mi Padre ... cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.

Quizá podemos pensar que el Señor nos pedirá cuenta de cómo hemos tratado a los pobres, hambrientos, sedientos, ...

Y así será. Pero quiere que extrememos nuestra caridad con las personas que tenemos más cerca.

Nos va a pedir cuenta del respeto que hemos tenido con las personas de nuestra familia o de nuestro entorno profesional. Quizá del espíritu burlón y la crítica descontrolada que a veces nos domina.

De las pequeñas omisiones en detalles de cariño con los demás. De la cara de vinagre que lucimos con demasiada frecuencia, con la excusa de que estamos muy cansados.

¿Tú te imaginas al Señor con la cara hasta el suelo, porque no le han hecho caso en un pueblo de Galilea, o porque se ha cansado de andar por los caminos de Israel?

Y podemos preguntarnos: ¿cómo seré capaz de cambiar mi corazón, con lo lejos que está de parecerse al de Jesucristo?

La respuesta es muy sencilla: vamos a pedírselo: -
Señor, quítame el corazón de piedra que tengo a veces y dame un corazón de carne.

Desde luego que un corazón de carne sufre más. Porque le afectan más las cosas. Por eso, Señor, nos tienes que dar valentía para cambiar nuestro corazón.

Pedírselo y fijarnos en nuestro modelo, que es Jesús. Tratarlo más. Si le ponemos en primer lugar, lo demás sale prácticamente solo.

Si conseguimos que reine en nosotros, también reinará en los demás (cfr. 1Cor 15, 20-26.28: Segunda lectura).

Entonces querremos a todos. A los flacos y a los débiles porque nos daremos cuenta de que están necesitados. ¡Hay tanta gente necesitada de nuestra ayuda! No podemos cerrarles las entrañas.

Pero, insisto, no pensemos sólo en gente que hay por la calle. Hay gente necesitada a nuestro lado, viviendo en la misma casa que nosotros, acudiendo al mismo lugar de trabajo.

Y también a los que sean mejores y más fuertes que nosotros: a todos, porque a todos podemos ayudar.

Hay un dicho que se emplea y que tiene cierto sentido negativo. Cuando alguien mide a todos por el mismo rasero, independientemente de quién se trate, se suele decir que da café para todos. A todos por igual.

Se aplica, por ejemplo a mal médico que prescribe a todos sus pacientes la misma medicina, tengan lo que tengan: de hecho tiene las recetas preparadas en el bolsillo de la bata. Café para todos. Les guste o no les guste.

Eso es lo que nos puede pasar cuando nos da el volunto de servir a los demás a toda costa, porque nos lo hemos propuesto.

–Voy a servir el café: venga, café para todos.

Sin pensar que, a lo mejor hay alguien que lo quiere menos cargado, que prefiere leche sola o, simplemente que no quiere tomar nada.

Pero también se puede usar esa expresión en sentido positivo, si entendemos por café el amor que Dios nos da.

Darles a todos la misma intensidad de buen trato, de interés verdadero o preocupación sincera. Tratar bien a todos independientemente de quien sea.

–Desde ese punto de vista, Señor, ojalá que tengamos siempre café para todos.

Hay una ciudad en Italia donde tienen una costumbre muy curiosa. Al entrar en un bar y pedir un café, te puedes encontrar con la sorpresa de que no tengas que pagar nada.

Y es que, a veces, la gente de allí paga su café y otro más para el que venga, o por si entra algún pobre.

Es una costumbre agradable y simpática. Te vas del bar lleno de optimismo y de un buen café, como es el de esa tierra, y además gratis, que sienta mejor.

Es gracioso porque, en esa ciudad italiana, muchos, cuando entran al bar preguntan directamente al camarero: ¿hay algún café pagado?

Los pobres siempre lo hacen. Y si no lo hay, les invitan directamente.

El corazón que mejor se ha identificado con el de Jesús es el de su Madre, nuestra Madre.

Cada sábado le decimos:
Dios te salve, Reina y Madre de misericordia.

Como su hijo, ejerce su reinado a través de la misericordia.

Aprendamos de Ella a querer a todos los que entren en nuestra vida: a los altos y a los bajos, a los guapos y a los feos, a los de nuestro país y a los extranjeros, a los ricos y a los pobres.

Porque en todos, con su ayuda, veremos a Jesús.

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