El profeta Joel nos dice que nos convirtamos al Señor de corazón (Joel 2, 12-18: Primera lectura de la Misa). O sea, de verdad.
Para eso recomienda que nos rasguemos los corazones.
Aunque en esa época lo normal era rasgarse las vestiduras, ya el Señor a través del escritor sagrado nos habla del corazón.
Para que nos quede muy claro que Dios le da más importancia a lo de dentro que a lo de fuera, a lo que pasa en nuestro interior que a lo que se ve desde el exterior.
Justamente en eso consiste la conversión, en transformar nuestro interior... y luego ya vendrá alguna repercusión externa.
Seguramente tendrás la experiencia de que te hayan prestado un coche.
Lo mínimo es devolverlo lleno de gasolina y limpio... por dentro y por fuera.
Aunque hay gente que no hace ninguna de estas tres cosas. Hay otros que le echan gasolina. Sólo los muy detallosos te lo devuelven limpio por fuera: lo levan a un túnel de lavado a costa de unos eurillos.
Pero devolverlo limpio por dentro, eso está reservado a la aristocracia de las buenas maneras.
Y es que las cosas, para que queden bien limpias, hay que abrirlas, sacar las alfombrillas, pasar bien el aspirador y si se puede un limpia–tapicerías.
Y como la conversión es algo difícil, vamos a pedírselo al Señor.
–Lava del todo mi delito, le decimos con el salmo (cfr. 50: salmo responsorial). Cambia mi interior.
Hay un punto de lucha que tiene prácticamente todo el mundo. Y es precisamente el de la imagen interior.
Hay mucha gente que funciona por comparación. No sólo haciendo realidad el famoso dicho ¿donde va Vicente? Donde va la gente, sino porque están constantemente pendientes de lo que piensan los demás.
Y van agobiados por la vida, sin ninguna naturalidad. Todo termina siendo postizo, porque participan de la cultura de la imagen.
Cuentan que en las pandillas de adolescentes se da mucho este fenómeno. Porque tienen una gran necesidad de sentirse integrados. Y quien no vista, se comporte, hables, fume y beba como el resto del grupo es automáticamente rechazado.
Eso en los adolescentes, puede tener su razón de ser, por la inseguridad que padecen.
Pero es que resulta que nos puede ocurrir a cada uno de nosotros.
Seguramente no nos pasará descaradamente, pero todos tenemos la tendencia a preocuparnos más de lo que aparentamos, de lo que piensen los demás, que de lo que somos realmente.
Sin tener en cuenta que lo que más importa es lo que piense el Señor, que es quien nos quiere y quien es capaz de hacernos felices.
Vamos a hacer el propósito de vivir sólo cara a Dios. Eso cuesta porque, si nos descuidamos, se nos olvida y nuestro yo va tomando posiciones cada vez más avanzadas.
Satanás sabe que la vanidad, el buscarse a uno mismo, puede destruir, a veces totalmente, lo que podría haber sido una obra de santidad.
¡Qué pena que, después de habernos esforzado por hacer las bien, poniendo mucho sacrificio y esfuerzo quizá, todo eso no sirviera para nada por haberlo hecho buscándonos a nosotros mismos!
Y esto no es una exageración. Es importante saber que una intención torcida destruye las mejores acciones. Es tremendo estar haciendo cosas buenas que no tengan ningún provecho.
Es fuerte pensar que de todo eso quedará sólo humo en muy poco tiempo: nada para la eternidad. ¡Qué fracaso haber perdido tanto por tan poco!
Si el fin de lo que hacemos no es Dios, pierde todo su valor. Sin rectitud equivocamos el camino.
Por eso, ¡qué bien nos viene repetir cada día:
Inspira, Señor, nuestras acciones
y dirígelas con tu gracia,
para que todo cuanto emprendamos
lo iniciemos en tu nombre
y podamos llevarlo a término por tu amor.
Por nuestro Señor Jesucristo! (Colecta del jueves después de ceniza)
Esa es la oración que dirigimos ahora al Señor: que sea Él el principio y el fin de todo lo que hacemos, oración y trabajo.
Más: que convirtamos el trabajo en oración y la oración en trabajo gracias a nuestra rectitud de intención.
Y el fruto de todo este juego de conceptos (trabajo, oración...) será que convertiremos el trabajo y la oración en apostolado.
Porque si rectificamos la intención, todo lo nuestro será obra de Dios.
Cuentan de los grandes maestros de pintura que, cuando ya estaban consagrados, tenían una serie de artistas menores a su servicio que les hacían todo el trabajo duro.
Ellos pasaban después y daban algunas pinceladas y ponían la firma.
Señor, queremos trabajar para Ti, de manera que, con alguna pincelada, el resultado sea obra tuya.
Poca gente puede decir que hace las cosas sin vanidad, con una intención totalmente recta. Los santos.
Por eso a ninguno nos cuesta decirle al Señor: conozco mi iniquidad y mi pecado está siempre delante de mí. Conozco mi vanidad, siempre está dentro de mí, ayúdame a combatirla.
A veces, que alguien elogie lo que hemos hecho sirve para seguir luchando. Pero esas palabras bonitas debemos dirigirlas con sencillez al Señor. Como hacía Antonio Bienvenida:
–Señor, para ti toda la gloria.
Una cosa es recibir un elogio, y otra, buscarlo o vivir de eso. Quizá no lo haremos expresamente: oye, ¿no te gusta lo que he hecho, que no me dices nada?
Pero al mejor sí que de un modo indirecto lo estamos buscando: sacándolo en la conversación, poniendo cara de mártires, dejando que se nos meta el perfeccionismo...
El otro día me dieron un dato que me hizo pensar: en una oficina, cuando llegó la era informática los que trabajaban allí pensaban que iban a tener menos trabajo, incluso había el riesgo de reducir la plantilla.
Todo lo contrario: trabaja el mismo número de gente, no tienen un minuto libre y a penas les cunde más.
La causa es que con tantas posibilidades que da el ordenador, querían hacer las cosas de manera que quedaran lo mejor posible y tardaban horas en elegir el tipo y el tamaño de la letra, el color, los párrafos, es interlineado, los márgenes, las cursivas, las negritas... es decir todos los botoncitos que tiene el Microsoft Word en las barras de herramientas.
Y cuantas más posibilidades, más tiempo se pierde. Cosa que antes no ocurría porque las máquinas de escribir escribían y punto.
Ya me entiendes: no se trata de despreciar los adelantos técnicos ni de conformarnos con hacer una chapuza. Pero ¿no es verdad que, a veces se nos va el tiempo buscando la presentación ideal, porque buscamos la alabanza más que la gloria de Dios?
Trabajaremos con la mejor perfección posible por el Señor.
No vaya a ser que, lo que debía ser motivo para dar gloria a Dios, nos separa de Él.
Nosotros no trabajamos por cuenta propia. No nos rendimos cuentas a nosotros mismos.
San Pablo nos llama embajadores del Señor. Y nos exhorta a que no recibamos en vano la gracia para hacer cosas buenas, «a no echar en saco roto la gracia de Dios» (2Cor 5,20-6,2: segunda lectura).
Lo del saco roto no deja de ser una traducción de lo que dice San Pablo con una expresión coloquial. Pero es bastante gráfico: en un saco roto, cabe todo lo que queramos echar. Y no se queda nada, se pierde todo.
Pues nuestra alma es un saco roto cuando se nos meten otras intenciones distintas al amor de Dios... que no sen más que manifestaciones de amor propio.
Por eso ahora le pedimos al Señor: Crea en mi, oh Dios, un corazón puro (Sal 50: responsorial).
Muy claro habló Jesús cuando nos advirtió: Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean. (Mt 6, 1, Evangelio de la misa del día).
Los que actúan por vanidad consiguen lo que buscan: una mirada de aprobación, un gesto admirativo, una palabra animante, pero nada más.
Hombre, eso es agradable, a todos nos gusta. Como a los adolescentes de los que hablábamos antes: nos sentimos integrados en el grupo... Pero eso deja muy poco surco.
Con quien nos tenemos que integrar es con Dios. Porque sus obras dejan huella, en nuestra alma y en las de los demás. Por eso, sólo la rectitud de intención tiene fecundidad apostólica.
Y yo creo que todos lo hemos tocado con las manos. Está bien que nos animen a lanzarnos, nos ayuda. Pero cuando nuestro apostolado depende de los empujones que nos dan, es muy probable que lo hagamos para responder a esos estímulos, más que por el Señor. Y así se retrasan los frutos.
Además, con el pasar del tiempo, como tenemos miserias, tarde o temprano salen a relucir y, entonces, nos venimos abajo.
San Josemaría cuenta en una de sus homilías la fábula de un campesino al que regalaron un faisán dorado. Después del primer momento de alegría y sorpresa, el dueño no encontró otro sitio donde meterlo que en el gallinero.
Las gallinas, admiradas de su belleza, giraban a su alrededor, con el asombro de quien descubre un semidiós.
En medio de tanto jaleo sonó la hora de comer y, al echar los primeros puñados de grano, el faisán se lanzó con ansia para llenarse el buche.
Al ver las gallinas que aquel prodigio de hermosura comía con la misma necesidad del animal más corriente, se liaron a picotazos contra el ídolo caído, hasta arrancarle todas las plumas.
Así de triste es el desmoronamiento del vanidoso, del que se cree superior y actúa cara a los demás.
Y decía este Santo: «Sacad consecuencias prácticas para vuestra vida diaria (…), y rechazad el ridículo engaño de que algo os pertenece, como si fuera fruto de vuestro solo esfuerzo.
»Acordaos de que hay un sumando –Dios– del que nadie puede prescindir». (Amigos de Dios, n. 113).
No podemos olvidar que si tenemos éxitos es por el Señor. Si vivimos así, cara a Dios, nunca perderemos la alegría, aunque las cosas no salgan como esperábamos.
–Señor danos la alegría de hacer las cosas para tu gloria.
Lo expresa muy bien San Josemaría cuando escribió: «Pureza de intención. –Las sugestiones de la soberbia y los ímpetus de la carne los conocemos pronto... y peleas y, con la gracia, vences.
»Pero los motivos que te llevan a obrar, aun en las acciones más santas, no te parecen claros... y sientes una voz allá dentro que te hace ver razones humanas...,
»con tal sutileza, que se infiltra en tu alma la intranquilidad de pensar que no trabajas como debes hacerlo –por puro Amor, sola y exclusivamente por dar a Dios toda su gloria.
»Reacciona enseguida cada vez y di: "Señor, para mí nada quiero. –Todo para tu gloria y por Amor"» (Camino, n. 788).
Qué buena jaculatoria para repetirla muchas veces: –Señor, para mí nada quiero. Todo para tu gloria y por Amor.
La Virgen tenía muchos motivos para presumir: todo lo que hizo lo hizo bien, como Jesús.
De María se han dicho maravillas. Hasta Ella misma dijo que sería la mejor de entre todas las mujeres. Y es verdad. El motivo fue que no actuó ella sino que dejó actuar a Dios.
Y el Señor, gracias a su rectitud de intención, pudo hacer en ella cosas grandes.
Para eso recomienda que nos rasguemos los corazones.
Aunque en esa época lo normal era rasgarse las vestiduras, ya el Señor a través del escritor sagrado nos habla del corazón.
Para que nos quede muy claro que Dios le da más importancia a lo de dentro que a lo de fuera, a lo que pasa en nuestro interior que a lo que se ve desde el exterior.
Justamente en eso consiste la conversión, en transformar nuestro interior... y luego ya vendrá alguna repercusión externa.
Seguramente tendrás la experiencia de que te hayan prestado un coche.
Lo mínimo es devolverlo lleno de gasolina y limpio... por dentro y por fuera.
Aunque hay gente que no hace ninguna de estas tres cosas. Hay otros que le echan gasolina. Sólo los muy detallosos te lo devuelven limpio por fuera: lo levan a un túnel de lavado a costa de unos eurillos.
Pero devolverlo limpio por dentro, eso está reservado a la aristocracia de las buenas maneras.
Y es que las cosas, para que queden bien limpias, hay que abrirlas, sacar las alfombrillas, pasar bien el aspirador y si se puede un limpia–tapicerías.
Y como la conversión es algo difícil, vamos a pedírselo al Señor.
–Lava del todo mi delito, le decimos con el salmo (cfr. 50: salmo responsorial). Cambia mi interior.
Hay un punto de lucha que tiene prácticamente todo el mundo. Y es precisamente el de la imagen interior.
Hay mucha gente que funciona por comparación. No sólo haciendo realidad el famoso dicho ¿donde va Vicente? Donde va la gente, sino porque están constantemente pendientes de lo que piensan los demás.
Y van agobiados por la vida, sin ninguna naturalidad. Todo termina siendo postizo, porque participan de la cultura de la imagen.
Cuentan que en las pandillas de adolescentes se da mucho este fenómeno. Porque tienen una gran necesidad de sentirse integrados. Y quien no vista, se comporte, hables, fume y beba como el resto del grupo es automáticamente rechazado.
Eso en los adolescentes, puede tener su razón de ser, por la inseguridad que padecen.
Pero es que resulta que nos puede ocurrir a cada uno de nosotros.
Seguramente no nos pasará descaradamente, pero todos tenemos la tendencia a preocuparnos más de lo que aparentamos, de lo que piensen los demás, que de lo que somos realmente.
Sin tener en cuenta que lo que más importa es lo que piense el Señor, que es quien nos quiere y quien es capaz de hacernos felices.
Vamos a hacer el propósito de vivir sólo cara a Dios. Eso cuesta porque, si nos descuidamos, se nos olvida y nuestro yo va tomando posiciones cada vez más avanzadas.
Satanás sabe que la vanidad, el buscarse a uno mismo, puede destruir, a veces totalmente, lo que podría haber sido una obra de santidad.
¡Qué pena que, después de habernos esforzado por hacer las bien, poniendo mucho sacrificio y esfuerzo quizá, todo eso no sirviera para nada por haberlo hecho buscándonos a nosotros mismos!
Y esto no es una exageración. Es importante saber que una intención torcida destruye las mejores acciones. Es tremendo estar haciendo cosas buenas que no tengan ningún provecho.
Es fuerte pensar que de todo eso quedará sólo humo en muy poco tiempo: nada para la eternidad. ¡Qué fracaso haber perdido tanto por tan poco!
Si el fin de lo que hacemos no es Dios, pierde todo su valor. Sin rectitud equivocamos el camino.
Por eso, ¡qué bien nos viene repetir cada día:
Inspira, Señor, nuestras acciones
y dirígelas con tu gracia,
para que todo cuanto emprendamos
lo iniciemos en tu nombre
y podamos llevarlo a término por tu amor.
Por nuestro Señor Jesucristo! (Colecta del jueves después de ceniza)
Esa es la oración que dirigimos ahora al Señor: que sea Él el principio y el fin de todo lo que hacemos, oración y trabajo.
Más: que convirtamos el trabajo en oración y la oración en trabajo gracias a nuestra rectitud de intención.
Y el fruto de todo este juego de conceptos (trabajo, oración...) será que convertiremos el trabajo y la oración en apostolado.
Porque si rectificamos la intención, todo lo nuestro será obra de Dios.
Cuentan de los grandes maestros de pintura que, cuando ya estaban consagrados, tenían una serie de artistas menores a su servicio que les hacían todo el trabajo duro.
Ellos pasaban después y daban algunas pinceladas y ponían la firma.
Señor, queremos trabajar para Ti, de manera que, con alguna pincelada, el resultado sea obra tuya.
Poca gente puede decir que hace las cosas sin vanidad, con una intención totalmente recta. Los santos.
Por eso a ninguno nos cuesta decirle al Señor: conozco mi iniquidad y mi pecado está siempre delante de mí. Conozco mi vanidad, siempre está dentro de mí, ayúdame a combatirla.
A veces, que alguien elogie lo que hemos hecho sirve para seguir luchando. Pero esas palabras bonitas debemos dirigirlas con sencillez al Señor. Como hacía Antonio Bienvenida:
–Señor, para ti toda la gloria.
Una cosa es recibir un elogio, y otra, buscarlo o vivir de eso. Quizá no lo haremos expresamente: oye, ¿no te gusta lo que he hecho, que no me dices nada?
Pero al mejor sí que de un modo indirecto lo estamos buscando: sacándolo en la conversación, poniendo cara de mártires, dejando que se nos meta el perfeccionismo...
El otro día me dieron un dato que me hizo pensar: en una oficina, cuando llegó la era informática los que trabajaban allí pensaban que iban a tener menos trabajo, incluso había el riesgo de reducir la plantilla.
Todo lo contrario: trabaja el mismo número de gente, no tienen un minuto libre y a penas les cunde más.
La causa es que con tantas posibilidades que da el ordenador, querían hacer las cosas de manera que quedaran lo mejor posible y tardaban horas en elegir el tipo y el tamaño de la letra, el color, los párrafos, es interlineado, los márgenes, las cursivas, las negritas... es decir todos los botoncitos que tiene el Microsoft Word en las barras de herramientas.
Y cuantas más posibilidades, más tiempo se pierde. Cosa que antes no ocurría porque las máquinas de escribir escribían y punto.
Ya me entiendes: no se trata de despreciar los adelantos técnicos ni de conformarnos con hacer una chapuza. Pero ¿no es verdad que, a veces se nos va el tiempo buscando la presentación ideal, porque buscamos la alabanza más que la gloria de Dios?
Trabajaremos con la mejor perfección posible por el Señor.
No vaya a ser que, lo que debía ser motivo para dar gloria a Dios, nos separa de Él.
Nosotros no trabajamos por cuenta propia. No nos rendimos cuentas a nosotros mismos.
San Pablo nos llama embajadores del Señor. Y nos exhorta a que no recibamos en vano la gracia para hacer cosas buenas, «a no echar en saco roto la gracia de Dios» (2Cor 5,20-6,2: segunda lectura).
Lo del saco roto no deja de ser una traducción de lo que dice San Pablo con una expresión coloquial. Pero es bastante gráfico: en un saco roto, cabe todo lo que queramos echar. Y no se queda nada, se pierde todo.
Pues nuestra alma es un saco roto cuando se nos meten otras intenciones distintas al amor de Dios... que no sen más que manifestaciones de amor propio.
Por eso ahora le pedimos al Señor: Crea en mi, oh Dios, un corazón puro (Sal 50: responsorial).
Muy claro habló Jesús cuando nos advirtió: Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean. (Mt 6, 1, Evangelio de la misa del día).
Los que actúan por vanidad consiguen lo que buscan: una mirada de aprobación, un gesto admirativo, una palabra animante, pero nada más.
Hombre, eso es agradable, a todos nos gusta. Como a los adolescentes de los que hablábamos antes: nos sentimos integrados en el grupo... Pero eso deja muy poco surco.
Con quien nos tenemos que integrar es con Dios. Porque sus obras dejan huella, en nuestra alma y en las de los demás. Por eso, sólo la rectitud de intención tiene fecundidad apostólica.
Y yo creo que todos lo hemos tocado con las manos. Está bien que nos animen a lanzarnos, nos ayuda. Pero cuando nuestro apostolado depende de los empujones que nos dan, es muy probable que lo hagamos para responder a esos estímulos, más que por el Señor. Y así se retrasan los frutos.
Además, con el pasar del tiempo, como tenemos miserias, tarde o temprano salen a relucir y, entonces, nos venimos abajo.
San Josemaría cuenta en una de sus homilías la fábula de un campesino al que regalaron un faisán dorado. Después del primer momento de alegría y sorpresa, el dueño no encontró otro sitio donde meterlo que en el gallinero.
Las gallinas, admiradas de su belleza, giraban a su alrededor, con el asombro de quien descubre un semidiós.
En medio de tanto jaleo sonó la hora de comer y, al echar los primeros puñados de grano, el faisán se lanzó con ansia para llenarse el buche.
Al ver las gallinas que aquel prodigio de hermosura comía con la misma necesidad del animal más corriente, se liaron a picotazos contra el ídolo caído, hasta arrancarle todas las plumas.
Así de triste es el desmoronamiento del vanidoso, del que se cree superior y actúa cara a los demás.
Y decía este Santo: «Sacad consecuencias prácticas para vuestra vida diaria (…), y rechazad el ridículo engaño de que algo os pertenece, como si fuera fruto de vuestro solo esfuerzo.
»Acordaos de que hay un sumando –Dios– del que nadie puede prescindir». (Amigos de Dios, n. 113).
No podemos olvidar que si tenemos éxitos es por el Señor. Si vivimos así, cara a Dios, nunca perderemos la alegría, aunque las cosas no salgan como esperábamos.
–Señor danos la alegría de hacer las cosas para tu gloria.
Lo expresa muy bien San Josemaría cuando escribió: «Pureza de intención. –Las sugestiones de la soberbia y los ímpetus de la carne los conocemos pronto... y peleas y, con la gracia, vences.
»Pero los motivos que te llevan a obrar, aun en las acciones más santas, no te parecen claros... y sientes una voz allá dentro que te hace ver razones humanas...,
»con tal sutileza, que se infiltra en tu alma la intranquilidad de pensar que no trabajas como debes hacerlo –por puro Amor, sola y exclusivamente por dar a Dios toda su gloria.
»Reacciona enseguida cada vez y di: "Señor, para mí nada quiero. –Todo para tu gloria y por Amor"» (Camino, n. 788).
Qué buena jaculatoria para repetirla muchas veces: –Señor, para mí nada quiero. Todo para tu gloria y por Amor.
La Virgen tenía muchos motivos para presumir: todo lo que hizo lo hizo bien, como Jesús.
De María se han dicho maravillas. Hasta Ella misma dijo que sería la mejor de entre todas las mujeres. Y es verdad. El motivo fue que no actuó ella sino que dejó actuar a Dios.
Y el Señor, gracias a su rectitud de intención, pudo hacer en ella cosas grandes.
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