San Mateo pone en boca del Señor aquella frase lapidaria: «Regnum caelorum vim patitur, et violenti rapiunt illud» (Mt 11, 12).
San Josemaría, en una de sus homilías titulada La lucha interior, traduce este violenti rapiunt de forma muy interesante.
Textualmente la expresión griega se podría traducir como así: los salteadores lo arrebatarán.
San Josemaría al traducirlo al castellano dice: «el Reino de los Cielos se alcanza a viva fuerza, y los que la hacen son los que lo arrebatan» (n. 82).
Esto es lo que vamos a pedirle al Señor, que nosotros hagamos fuerza.
–Porque Tú eres Señor nuestra fortaleza.
Te pedimos que nos ayudes a vencer al Filisteo que tenemos en nuestro interior.
Y la respuesta del Señor no se hará esperar:: –«No temas, yo mismo te auxilio» (Is 41, 13-20). Yo, el Señor, tu Dios, no te abandonaré.
Pero nuestros enemigos no están fuera, sino que están dentro de nosotros. En nuestro interior es donde se pelean las batallas. El resultado sale fuera después.
Una vez que le preguntaron al Cardenal Ratzinguer, si la Iglesia estaba retrocediendo en Occidente. Y si Cristo realmente estaba triunfando en el mundo.
Es sorprendente como no le dio ninguna importancia práctica al aparente fracaso. Por la sencilla razón de que el Papa está lleno de Dios.
Respondió que, en la sociedad, la figura de Jesús puede estar más o menos de moda. Por ejemplo hay tierras donde han vivido personas muy santas, y que actualmente está despobladas de cristianos.
Pero decía el Papa que esto es un hecho secundario. Lo importante es que la evangelización se está haciendo en cada hombre, en cada uno de nosotros, desde que nacemos hasta que morimos.
La Redención o el fracaso de Cristo es una cosa personal. Se realiza en cada individuo. La Redención se está haciendo ahora mismo en ti y en mí. Esta es la verdadera historia de la Iglesia.
Ahora se busca a toda costa la paz. Y nos da pena que países enteros estén gobernados por tiranos que los empobrecen. Y nosotros también podemos estar gobernados por un tirano perezoso que nos avasalla.
¡Qué pena si estuviéramos flacos y pobres en una tierra tan rica, como lo es nuestra alma!
Ese tirano no se irá sin la violencia de que nos habla el Señor: violenti rapiunt. El tirano interior, nuestro Filisteo, no se irá sin esa tensión buena.
David venció a Goliat, con unas cuentas piedras, pero se las lanzó con honda. Hoy en día hay que explicar lo que es una honda, porque la mayoría de la gente pesaría que es una moto.
Pues una honda es una tira de cuero o trenza de lana, o de otro material semejante, que sirve para tirar piedras con violencia. Y lo mismo que el tirachinas, la honda dispara cuando está en tensión.
Necesitamos esa tensión buena para derrocar a nuestro enemigo interior. Entonces sí que tendremos buen gobierno y paz.
Pero esa victoria sobre nosotros mismos, no la conseguiremos con nuestras fuerzas. David así lo decía.
Fue el Señor, el que consiguió la victoria para Israel, un pueblo pequeño pero invencible, como su mismo nombre significa. Invencible porque el Señor pelea en su favor.
El Señor era el auténtico pastor para su pueblo. Y por eso le decimos ahora: –Señor, gobiérnanos tú. (cfr Sal 144).
Para que el Dios de los ejércitos gane nuestras batallas interiores, y obtenga la paz, nosotros tenemos que colaborar tensando nuestro arco.
Por eso decía San Josemaría: «No olvidéis que la paz verdadera se obtiene a través de la lucha interior, no solo cada día, sino en cada segundo».
En una ocasión estaba San Josemaría de tertulia con un grupo de hijos suyos. Alguien trajó unos bombones. Ofreció a todos tomaron uno, menos San Josemaría. Y cómo le insistieron varias veces para que tomase, les dijo:
–Había ofrecido al Señor ese pequeño vencimiento... Si tomo no pasa nada. Pero si no tomo ¡qué gran victoria!
Efectivamente nuestras batallas normalmente serán pequeñas.
Se cuenta del fundador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, don José María Albareda, que estuvo trabajando en una nación africana, en medio de un gran parque lleno de leones y otras fieras.
Vivía en una casa muy sencilla que, como toda protección, tenía mosquiteras en las ventanas.
Y en una carta que escribió a San Josemaría contaba: aquí, como en la vida interior, lo malo no son los leones sino los mosquitos...
Pero nuestras victorias –normalmente pequeñas– son del Señor, porque nuestra lucha no es una lucha a brazo partido. No es una cuestión de puños, no es una batalla voluntarista. Es una lucha por amor, donde lo importante es lo que hace Dios. No dejemos de pedirlo. Ese es el gran palo para nuestra suficiencia, el palo que llevaba David frente a Goliat.
Podremos ser grandes trabajadores porque tengamos condiciones humanas, pero no podremos ser santos si vamos solos. Para vencer necesitamos a Dios:
–Señor, pelea Tú nuestras batallas.
Él está cerca de nosotros, con nosotros y no nos dejará.
–Tú estás siempre cerca (cfr. Sal 118).
Ese es el secreto de nuestra victoria: que, de verdad, Dios sea nuestra fortaleza.
El Reino de los cielos padece violencia, decía el Señor. Pero es una lucha contra nosotros mismos, para conseguir nuestro objetivo: ser otros Cristos.
Por eso decía San Josemaría: «Se opondrán a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar».
La pereza que se disfraza de verano, o va vestida de más tarde. Hay que llamarla por su nombre: lo que yo tengo es pereza.
Porque, una vez descubierta, podemos hacerle violencia para que se vaya.
Después, debemos luchar contra «la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo».
–No quiero esto, nos dice nuestro orgullo, no quiero someterme, entrar por el aro de la voluntad de otro.
También aparece la sensualidad viscosa con su gelatina de molusco que se pega con solo rozarla. Aunque brille no deja de ser en realidad baba de animal.
Y seguía diciendo San Josemaría: «En todo momento –más solapadamente, conforme pasan los años– la soberbia».
En los países vecinos, lo mismo que en los pueblos cercanos sueles existir ciertas rivalidades. En una ocasión hoy que un chileno definía la soberbia como ese pequeño argentino que todos llevamos dentro.
Tienen fama los de buenos Buenos Aires, de sentirse gallitos, orgullosos de su ciudad. Por eso los porteños de Buenos Aires, al oir el dicho de que la soberbia es ese pequeño argentino que todos llevamos dentro, ellos responden:
–¿Y por qué pequeño?
Nosotros, ahora en serio, decimos: –Señor, hazme como un niño delante de Ti.
–Para que, con mis caídas y debilidades de antihéroe le dé un buen palo a la soberbia del pensar que todo lo hago bien.
A pesar de nuestra poquedad, el Señor se sirve de nuestra lucha interior y exterior para hacer feliz a la gente.
Me escribía un sacerdote que vive en Rusia, desde hace un año, que fue a ese País, procedente de Finlandia.
«desde Helsinki llegó Lenin, para destrozar este país con sus torpes ideas de lucha de clases, y desde Helsinki llegamos nosotros ahora, con menos ruido, pero con mucha más ilusión, para “vengarnos” de todos esos males»
Y sigue: «nuestra “venganza” será querer mucho a esta tierra, a todos, y ayudarles a encontrar a Dios en medio de esa vida ordinaria que para muchos ha sido y sigue siendo muy dura».
Nuestra lucha en primer lugar tiene que servir para esto. Para ayudar a que los que nos rodean conozcan al Señor.
En el caso de un cura está claro. Tenemos que luchar por predicar a Cristo cada vez mejor.
Cuentan del cura de Ars, que al principio de ordenarse, y llegar a su parroquia no predicaba bien, fue ganando con el tiempo.
«¿Por qué grita usted tanto cuando predica? —le preguntaba una señorita de Ars, inquieta por el esfuerzo que hacía desde el púlpito—. Debe usted cuidarse un poco».
«Señor Cura, le decía otra persona, ¿cómo es que cuando reza habla tan bajo y tan fuerte cuando predica?
—Es que cuando predico, replicaba el santo varón, hablo con sordos, a gente dormida, pero cuando rezo, hablo con Dios, que no está sordo».
A nadie sorprenderá que, después de tal tensión, le fallase a veces la memoria. «En el púlpito —decía uno de Ars—, se perdía y se veía obligado a bajar sin haber terminado» El domingo siguiente, –cuenta uno de sus biógrafos– el Rdo. Vianney volvía a subir al púlpito. Sin embargo, teniendo en cuenta su fracaso, que hubiera podido aminorar su autoridad de párroco, oraba y encargaba oraciones a los demás.
Y termina diciendo el biógrafo: «La lucha está comenzada, y el Cura de Ars resuelto, con la ayuda de Dios, a no deponer las armas, sino después de una completa victoria».
Esa era la actitud, de este cura de parroquia, que para ganar las almas para Cristo contaba con pocos medios.
De San Josemaría ha escrito D. Javier Echevarría que le decía: «cuando prediques, no hables para los demás; haz tu oración en alto y aplica a tu vida lo que digas;
así será una oración más viva, que te servirá para concretar puntos en tu lucha personal
y, con la gracia de Dios, entrará más en la vida de las otras almas, porque responderá a algo que lleves dentro
y reflejará una lucha para tener un trato real, no teórico, con Dios Nuestro Señor. (Javier ECHEVARRÍA: Memorias del Beato Josemaría, pp. 195-196).
Para tener un trato real con el Señor, habría que preguntarle a su Madre. Ella en su corazón nunca tuvo a un tirano que mandaba, sino a una esclava que servía.
–Ayúdanos, Madre nuestra, a luchar por amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario