Pero, en ocasiones, descubres que, en medio de esa uniformidad, hay como unas manchas negras.
Esas manchas es la cizaña que crece en medio del trigo.
El Evangelio nos habla de cómo el mal crece en medio del bien. Para explicar eso, Jesús utilizó la parábola del trigo y de la cizaña (Cfr Evangelio de la Misa: Mt 13, 24-43).
La cizaña crece por el descuido de los trabajadores. Los colaboradores de Dios, primero se quedan dormidos y, luego, quieren resolver el problema drásticamente: proponen arrancar la cizaña de cuajo.
El dueño del campo les hace esperar para que no se corra el riesgo de arrancar el trigo.
Así somos a veces: primero nos dejamos llevar por la pereza, nos dormimos y dejamos de vigilar.
Y, después, nos entra la ira y la impaciencia: nos enfadamos porque descubrimos la cizaña, y, además queremos arrancarla inmediatamente y de cualquier manera.
Es verdad que todos tenemos defectos y que hay cosas en la vida que no nos salen o salen mal.
Si hacemos un poco de examen, descubriremos que en la vida hay trigo y cizaña: en la nuestra y en la de los demás.
Esas situaciones, muchas veces provocan reacciones de enfado y de impaciencia, aunque sean solo interiores.
Dios, ante el mal y los defectos de los demás actúa de otra forma: su arma secreta siempre es la misericordia.
Es nuestro auxilio, sostiene nuestra vida. Actúa con suavidad, sin sobresaltos (Cfr. Antífona de entrada)
–porque, Señor, Tú eres bueno y clemente (Sal 85: responsorial).
«Fuera de Ti no hay otro dios al cuidado de todo (…) Tú nos gobiernas con gran indulgencia» (Libro de la sabiduría 12, 13. 16–19: Primera lectura).
Esa manera de ser se la enseña a sus amigos, a la gente sencilla (Cfr. Aleluya de la Misa: Mt 11, 25).
–Haz que seamos también nosotros misericordiosos, pacientes con los errores y los defectos.
Los santos han sido así, por eso son más humanos. No regañan sino que mueven al arrepentimiento.
El primer sucesor de San Josemaría, don Álvaro del Portillo que está actualmente abierto su proceso de beatificación, se esforzó por poner en práctica las enseñanzas del Fundador del Opus Dei.
Consiguió sacar el máximo provecho de su propio tiempo y hacerse cada vez más servicial, más caritativo, más paciente al tratar a los demás.
Su hermano pequeño cuenta que se puso a jugar con unos dibujos en los que don Álvaro había estado trabajando un año entero, y se los estropeó completamente.
–«Mi madre, cuenta su hermano, al ver aquel desaguisado, se llevó un gran disgusto y me dijo algo así como: “Ya verás, cuando llegue tu hermano Álvaro y vea lo que le has hecho, echándole por tierra tanto tiempo de trabajo”.
»Yo aguardé su llegada con el natural temor. Esperaba que me riñera o me gritara; o incluso que, como fruto de la irritación, llegara a darme algunos cachetes…
»Pero no sucedió nada de eso. Llegó a casa; contempló lo que le había hecho; me llamó; me acerqué temblando; me sentó sobre sus rodillas y, entonces, con aquella serenidad que le caracterizaba, comenzó a explicarme el tiempo que había empleado en realizar aquel trabajo, y cómo yo, por haber jugado donde no debía, lo había echado a perder.
»Yo me quedé asombrado: en vez de pegarme, lo que hizo fue enseñarme la importancia de aquel trabajo, ¡para que yo aprendiera a ser más cuidadoso en el futuro!
»Puede parecer una anécdota sin importancia. Pero nunca la he podido olvidar».
Dios es bueno. «Lento a la cólera y rico en piedad». Lo que quiere es que mejoremos, pero sin hacernos daño.
El Señor no quiere imponer su voluntad de forma agresiva. No fuerza a nadie.
Llama a nuestra puerta, pero no nos obliga a abrirle (Cfr. Ap 3, 20).
Nos da su ayuda, la gracia, para que nos convirtamos de nuestros errores, pero no nos fuerza.
San Pablo lo expresa muy bien la manera de actuar de Dios, al decir que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad (…) intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26–27: Segunda lectura).
No se enfada cuando fallamos. No solo eso sino que nos perdona siempre que queramos.
No quiere conseguir el bien a base de palos, aunque tiene en cuenta los efectos colaterales.
Su táctica no consiste en desarraigar el mal sin más, sino que tiene muy en cuenta el modo. Como han dicho los santos: todo por amor, nada por la fuerza.
Porque Dios, que es puro Amor, no busca un enfrentamiento, sino la conversión (cfr. Primera Lectura de la Misa: Sb 12, 13. 16-19).
–Señor que aprovechemos tus llamadas. Que te abramos la puerta para que entres y estés con nosotros.
San Josemaría decía que los cristianos hemos de ahogar el mal en abundancia de bien.
Contaba una niña de 6 de Primaria, de familia numerosa, como le impresionaba mucho ver a su hermana mayor ponerse a fregar cuando nadie quería, o sacar la basura cuando las demás estaban viendo la tele.
El Señor actúa facilitándonos el ambiente y provocar la conversión.
Esto es lo que hizo María de forma discreta. Porque las madres son especialistas en corregir, evitando los efectos colaterales: saben amar.
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