Mi prójimo
Un teólogo de los tiempos de Jesús le pregunta: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10,29). Como diciendo: «¿Qué obligaciones tengo yo con los demás? ¿Con quiénes tengo yo obligación de portarme bien?».
Para los judíos el «prójimo» eran los demás judíos. Y el teólogo quería saber qué obligaciones tenía con respecto a ellos. Si le hubiera preguntado: «¿Los samaritanos son mi prójimo?», la respuesta razonable hubiera sido que no, que no tenía obligaciones con alguien que no era judío.
Y nosotros ¿quién pensamos hoy en día que es nuestro prójimo? ¿A quién tenemos obligación de tratar bien?: «Pues a mi padre, a mi madre, a mis hermanos… A mi mujer, a mis hijos… En general a mi familia», responderíamos. Pero los teólogos de entonces ni siquiera se planteaban si los samaritanos eran o no su prójimo. Habían dejado de pertenecer al pueblo elegido. Se habían separado de ellos. No eran su prójimo porque no tenían su religión y no pensaban como ellos. Incluso eran sus enemigos.
La proximidad de un teólogo
A esta pregunta –«¿quién es mi prójimo?»– Jesús responde con una parábola que le rompe el saque al teólogo judío. Lo que explica la parábola es que su enemigo tradicional, el samaritano, se porta mejor con los judíos que los mismos judíos, representados por el sacerdote y el levita. Lo que cuenta el Señor es que un samaritano, un enemigo, acaba haciéndole bien a un judío, al que otros judíos no hacen ni caso.
Piensa hora en «tus enemigos». En esos a quienes criticas, evitas el trato, y, a veces, haces daño y tratas mal. ¿Qué dirías si, pasado el tiempo, uno de ellos se portara contigo mejor que tus propios hermanos? Te desconcertarías, pensarías que aquel es un fuera de serie, que es «un máquina». Por eso, Jesús termina diciéndole al que le preguntó: «Haz tú lo mismo» que el samaritano de la parábola.
En realidad el buen samaritano es Jesús. Precisamente, Dios, al que tanto ofendemos, no solo nos perdona, sino que es capaz de morir por nosotros, en nuestro lugar. Y es Aquel a quien, a veces criticas, porque no piensa lo mismo que tú. Al que evitas el trato, y, en ocasiones, haces daño… Pues nosotros tenemos que actuar como Él, como Jesús, que es la Imagen del Padre, y que nos dice: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36).
Dios les parece egoísta
Me decía una persona: «Parece que Dios es un egoísta, porque siempre quiere que se haga su voluntad. Incluso nos dice que pidamos eso, “hágase tu voluntad”. Esto ya es el colmo. Pero es que, además, en vez de morir Dios Padre, manda a su Hijo para que muera por Él». Por eso, lo paradójico es que Jesús dijera: «Sed misericordiosos como mi Padre». «¿Es que Jesús está ciego? ¿No se da cuenta de que su Padre Dios quiere que Él muera en su lugar?». Y tanto fue el sufrimiento de Jesús, que suda sangre por hacer la voluntad de su Padre del cielo. Esto hoy es difícil de entender.
Un señor mayor estaba dando una charla a un grupo de gente joven. Y contó la siguiente anécdota: «Un hombre junto con su hijo y un amigo de su hijo estaban navegando en un velero a lo largo de la costa del Pacífico, cuando una tormenta les impidió volver a tierra. Las olas se encresparon tanto que el padre, a pesar de ser un marinero de experiencia, no pudo mantener a flote la embarcación, y las aguas del océano arrastraron a los tres. El padre logró agarrar una soga, pero luego tuvo que tomar la decisión más terrible de su vida: escoger a cuál de los dos muchachos tirarle el otro extremo de la soga. Tuvo sólo escasos segundos para decidirse. El padre sabía que su hijo era un buen cristiano, y que el amigo de su hijo no lo era. La agonía de la decisión era mucho mayor que los embates de las olas. Miró en dirección a su hijo y le gritó: “¡Te quiero, hijo mío!”, y tiró la soga al amigo de su hijo, que logró salvarse, mientras el hijo desapareció bajo los fuertes oleajes». Uno de los presentes intervino diciéndole a aquel señor: «Es una historia muy bonita, pero me cuesta trabajo creer que ese padre haya sacrificado la vida de su hijo con la esperanza de que el otro chico algún día decidiera seguir a Cristo». «Tienes toda la razón —le contestó el anciano—, pero esa historia me ayuda a comprender lo difícil que debió haber sido para Dios entregar a su Hijo por mí. A mí también me costaría trabajo creerlo si no fuera porque el amigo de ese hijo era yo».
¡Cuánto ha costado a Dios la muerte de su Hijo! Él «abandona» a su Hijo porque tiene misericordia de nosotros. Y Jesús acepta ser criticado, maltratado, como los samaritanos, para curarnos y salvarnos. Jesús es el buen samaritano que nos dice: «Sed misericordiosos como mi Padre».
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