Zancadillas, puñaladas por las
espalda, palos en las rueda, críticas, comentarios con segundas intenciones,
desaires, malas caras...
Alguno habrá pensado que estoy
hablando de su departamento en la Universidad, de la oficina en la que trabaja,
o de su partido político.
No sé que veracidad histórica tendrá
la anécdota atribuida a Winston Churchill,
cuando enseñaba el parlamento a uno de sus hijos. Le mostró la bancada del
gobierno y el chico dijo que entonces “en frente” se sentaban sus “enemigos”, y
con sorna británica le contestó el primer ministro que no “exactamente”. Los de
enfrente eran los de la oposición, sus enemigos se sentaban detrás de él, eran
los de su propio partido.
Así es la vida. Estamos viendo
continuas disensiones, rupturas matrimoniales, terapias de pareja, faltas de
entendimiento entre marido y mujer, o entre los cuñados y la familia política,
quebraderos de cabeza por las herencias, en fin, un largo etc.
Jesús no querría que en su Iglesia
sucediera algo así. Y esa unión entre sus discípulos sería visto como un
milagro, una señal. Como decían de los primeros: –Mirad como se aman.
Por eso en su oración de la Última
Cena pide por la unidad de los cristianos.
La mirada de Jesús no solo se
dirige a los que estaban allí, sino a a todos los que crean en mí (Jn
17, 20), según mencionó expresamente.
En la larga oración de la Última
Cena pediría por la unidad en cuatro ocasiones, en una de ellas dice: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado,
para que sean uno, como nosotros (Jn 17,
11).
Según los filósofos la unidad –en
cierta forma– es algo que no se puede “definir”, por tratarse de una “idea
primaria”. Se podría “describir”, abordar desde diversos ángulos, pero no otra cosa.
Hace unos meses que oficié la boda
de un amigo ingeniero de caminos. Y al empezar la homilía pedí perdón a los
asistentes, pues lo más poético que se me
ocurría era comparar al matrimonio con el hormigón armado.
Como sabéis por Wikipedia el hormigón
es un elemento estructural que resiste mal la tracción.
El hormigón resiste mal la tensión.
Cuando se le estirara se vuelve muy vulnerable. Y esto es lo que nos sucede a
los varones, que parecemos fuertes pero con frecuencia nos venimos abajo. Por
eso necesita a “la Acero”.
San Pablo si hubiera escrito su
famosa carta a un ingeniero diría que el hormigón “enamorado” no acaba nunca (cfr.
Ef 2a. 25-32).
Pues la unidad de los cristianos nos
la concede el Amor de Dios, nada menos que el Espíritu Santo. Y Jesús nos
conseguiría ese Regalo con su sacrificio en la Cruz.
Recuerdo que cuando mi madre se iba
de casa por las tardes, estábamos esperándola, para acusar al hermano que se
había peleado con nosotros.
Unas veces era porque “la mayor
es la peor”, otras veces porque utilizábamos algo que “papá ha dicho que
es de todos”, y alguno se lo quería apropiar como suyo.
Ahora, en estos tiempos, los
hermanos además de por el sitio, se suelen pelear por el mando; me refiero al
del televisor, o porque “ya va siendo hora de que me dejes la play”.
Así que lo primero que mi madre se
decía nada más volver: –Mira, que no me puedo ir de casa...
Pero Jesús siempre estará con
nosotros en la Eucaristía, que es el memorial de su muerte y su resurrección.
Por eso la Comunión entre los cristianos de todos los tiempos está asegurada.
PEDIR LA UNIDAD
Aunque más que teorizar sobre la
unidad, lo que nos interesa a los cristianos es pedirla y esto es lo que
hacemos ahora, como nuestro Señor entonces: Que sean uno, como nosotros
somos uno; para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me
has enviado (Jn 17, 21).
Por eso resultaría contradictorio
con la Caridad, que los cristianos promoviéramos discordias. Y más si esas
disensiones se dieran entre los mismos seguidores del Señor.
Y el colmo del absurdo sería que la
desunión se diera entre nosotros “por motivos religiosos”.
Lo penoso es que esto ha sucedido
en la historia. Los cristianos nos hemos enfrentado, y estuvimos enredados en
discusiones bizantinas, y disputas teológicas que se hubieran evitado, con una
buena dosis de tacto y menos orgullo.
Es cierto podrían haber hecho las
cosas mejor, pero no obstante tiene
arreglo...
Lo que sucede es que la división “visible”
de la Iglesia daña seriamente a la credibilidad del mensaje.
Por eso es triste, también, que
personas entregadas a Dios no se hablen, ni
se saludan, solo se “aguanten”.
Qué poca autenticidad demostraríamos
si nos portásemos así con los que tenemos cerca. Es que habríamos perdido la
cabeza o la visión sobrenatural...
La pregunta sería: ¿Cómo pueden
hablar del amor de Dios, gente que no se quieren? Comportándose así ellos
mismos se desautorizan.
Es cierto que, en el caso de los apóstoles,
tenían una especial responsabilidad de conservar la unidad de espíritu,
transmitirla, y defenderla.
En la carta a los Filipenses (2,
1-4) san Pablo escribe: Si queréis darme el consuelo de Cristo... dadme
esta gran alegría: manteneos unidos y concordes.
Seguro que san Pablo rezaría para
que todos los cristianos se llevasen bien, porque en sus cartas manifestaba fortaleza y cariño.
Lo que nos hace pensar que los primeros seguidores de Jesús tenían las mismas
dificultades que nosotros...
O incluso mayores, porque no he leído
ninguna carta pastoral de un obispo reciente que escriba con tanta claridad y
dureza como lo hacía san Pablo.
Seguramente hoy no hace falta
porque es más difícil desviarse de la doctrina de Jesucristo, que en los
primeros tiempos. Aunque la santidad siempre será tan difícil y tan asequible
como entonces.
ESFUERZOS POR LA UNIDAD VISIBLE
Pero además de rezar, los últimos
romanos pontífices van poniendo medios que facilitan la unidad visible.
Efectivamente, la Iglesia es el
mismo Cuerpo de Cristo, Él es nuestra Cabeza, no es ninguna metáfora, o somos
de Jesús o estamos contra Jesús.
Es cierto que hay mucha gente buena
que “de hecho” pertenece al número de los que se salvan. Pero no es menos
importante que también lo tendría que ser
“de derecho”.
Es una pena que los hermanos estén
desunidos, y más penoso que estén separados los que viven con nosotros.
Si nos preocupamos de los cercanos,
de los que vemos todos los días en el desayuno, en el trabajo, o en el
gimnasio, estamos haciendo una buena labor de “ecumenismo”.
Tendrían que decir como de los
primeros cristianos, que eran considerados como una “secta”, pero que no podían
disimular su unidad visible: mirad como se aman.
El cariño que vemos en las
instituciones de la Iglesia, en las parroquias, en las Curias tendría que ser
una cosa tangible.
No tendría sentido que se predicara
la unidad y nos enteráramos de que los sacerdotes nos criticamos entre
nosotros.
O que los obispos luchasen por el
poder dentro de las conferencias episcopales, como nos cuenta el evangelio que
de alguna manera similar hacían los apóstoles antes de su conversión.
Cuando un compañero habla bien de
un compañero, cuando un eclesiástico habla bien de otro eclesiástico, cuando
los laicos hablan bien de sus hermanos sacerdotes, estamos realmente haciendo
visible la unidad.
Ahora en la política se habla de “coser partidos”, de integrar, porque en las
sociedades humanas no siempre se vive la unidad.
Los cristianos creemos en la “comunión
de los santos”, la unión de todos los miembros de la Iglesia. Estamos
comunicados gracias a la común-unión con el Señor. Por eso al recibir a
Jesús en la Eucaristía estamos fomentando la unión con todos, y se nota.
Cuando Jesús pidió en su oración la
unidad de los cristianos, parece que lo hace para que al ver ese “espectáculo”
el mundo crea.
Es como si explicase que la unidad
fuera un “asunto milagroso”. Nada más que hay que observar a nuestro
alrededor: vemos continuos roces, peleas, discusiones, malestar.
Ocurre en el trabajo, en la vida pública, desgraciadamente también en el día a día de
las familias.
La petición que hace Jesús es para
por el para que el mundo crea, para que se reconozca que Él ha
sido enviado por el Padre.
San Pablo escribe
a los de Éfeso (4, 6) que el cariño fraterno no es solo una cosa humana.
Como hemos repetido, la Eucaristía
contribuye a esa fraternidad especial.
Si somos almas eucarísticas
viviremos la unidad entre los distintos miembros de la Iglesia, porque ese Pan
del cielo fortalece a todo Cuerpo, lo
mismo que el alimento da la fuerza corporal.
Precisamente en el Capítulo 10 de
la Carta a los Corintios se habla de un solo Pan, de un solo Cuerpo del que nosotros
somos sus distintos miembros, por eso una característica de la unidad
es
la pluralidad, no la uniformidad,
porque en la Iglesia de Cristo hay diversidad
de funciones.
Jesús habla de la unidad como una
condición de eficacia: para que el mundo crea. Y esto no representa un
aspecto pragmático, sino sobrenatural.
Este tipo unidad
en la diversidad ha de aparecer como algo que no existe
en ninguna otra parte en el mundo; como “algo inexplicable” y que, por eso,
deja ver la acción de una “fuerza” que nos es humana.
Jesús pidió por una unión que sólo
es posible contando con nuestro Creador y que por ser especial, muestra la presencia del mismo Dios.
Por eso, el esfuerzo por una unidad visible de los
cristianos siguen siendo una tarea urgente para todos los tiempo y todos los
lugares. No basta la unidad invisible.
La unidad de la Iglesia se basa,
precisamente, en la fe de Pedro, la
que profesó en nombre de los Doce en la sinagoga de Cafarnaún.
Fue el momento en el que muchos
discípulos abandonaron al Señor porque Jesús explicó, de forma inequívoca, que
se nos entregaría como alimento, y a la mayoría les pareció muy duro este
misterio.
Por eso no olvidemos que no es una
casualidad que la fe de Pedro tuvo que ver con la Eucaristía.
Fue entonces cuando Simón dijo claramente: Nosotros creemos. Y sabemos
que tú eres el Santo, consagrado por Dios (Jn 6, 69).
Ya se ve que el Papa –desde el
primero hasta el último– es garantía de esta unidad sobrenatural. Es la suerte
que tenemos los Católicos Romanos, contar con sus enseñanzas y su
gobierno.
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