Leo
Un párrafo del libro que ha servido de
guión para la película «The Passion» dice así:
Origen del
Via Crucis
Juan
acompañó a la Virgen y a Magdalena por todo el camino que había seguido Jesús.
Así volvieron a Getsemaní, al huerto de los Olivos, y en todos los sitios,
donde el Señor se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban
y sufrían con Él.
La Virgen
se arrodilló más de una vez, y besó la tierra en los sitios en donde Jesús se
había caído. Este fue el principio del Vía Crucis y de los honores rendidos a
la Pasión de Jesús, aun antes de que se terminara todo.
La
meditación de la Iglesia sobre los dolores de su Redentor comenzó en la mujer
más santa de la humanidad, en la Madre del Hijo del hombre.
La Virgen
hizo el Vía Crucis, para recoger en todos los sitios, como piedras preciosas,
los méritos de Jesucristo; para recogerlos y ofrecerlos a su Padre celestial
por todos los que tienen fe.
María y
Magdalena se acercaron al sitio en donde Jesús había sido azotado.
Escondidas
por las otras santas mujeres, se bajaron al suelo cerca de la columna, y
limpiaron por todas partes la sangre sagrada de Jesús con un paño. Eran las
nueve de la mañana cuando acabó la flagelación.
Por el
camino del dolor
Le decía
san Josemaría al Señor en el libro del «Vía crucis»:
«nos
disponemos a acompañarte por el camino de del dolor».
Es una realidad que esta vida es un camino de dolor.
Todo el mundo sufre: y a veces los que menos sufren son los alejados de Dios…
Porque el Señor es tan bueno que quiere pagarles en
esta vida lo que haya hecho de bien.
Ya que en la otra no va a poderles dar esa pequeña
recompensa humana.
Pero un cristiano no debe asustarse que llegue la
cruz, porque es lo que hace que nos identifiquemos con el Señor.
Ser Cristo
Hemos de repetir cada uno la vida de nuestro Señor.
Cuando san Josemaría era muy joven descubrió que los
sufrimientos le ayudaban muchísimo en su vida interior.
Porque decía
que Dios le trataba «como a su divino Hijo».
Y también nosotros lo experimentamos, cuando nos
topamos con las dificultades, con el cansancio con las cosas que no nos gustan.
Parece como si el Señor nos dijera: –Tu eres mi
hijo, tu eres Cristo.
Como fueron los santos
Cuentan los biógrafos de San Juan de la Cruz que
estando en Segovia, el Señor le habló desde un cuadro en el que se ve a Jesús
llevando el madero.
Todavía se conserva esa pintura: he tenido la
oportunidad de verla.
Y que el Señor le preguntó: –¿Qué quieres que te
conceda?
San Juan de la Cruz le contestó: –Padecer y ser
despreciado por vuestra causa.
Porque para nosotros los sufrimientos padecidos por el
Señor aceleran la santidad.
Traje de amadores
Para nosotros la Cruz no es una cosa molesta, que
miramos con escalofrío, por si nos cae.
La medida del
Amor es el sufrimiento, el Amor en esta tierra se mide por lo que hayamos
sufrido por el Señor.
Y Jesús a San
Juan de la cruz le concedió lo que le había pedido. Está detallado que después
de un auténtico calvario llegó el santo a un pueblo de Jaén, Beas de Segura.
Estaba el
pobre muy demacrado, y delgadísimo después de todo lo que había pasado en la
prisión.
Y allí en el
convento de Beas, una monja que tenía muy buena voz le cantó una coplilla, que
le conmovió muchísimo al santo, con lo débil que estaba. Decía así:
Quien no
sabe de penas
en este
valle de dolores,
no sabe
cosas buenas
ni ha
gustado de amores.
Pues penas
es el traje de amadores.
Y al San Juan
de la Cruz, con lo recio que era le cayeron dos lagrimones, grandes, porque la
santidad se puede medir.
La
santidad se puede medir
Algunos miran
y toman por santos a los que tienen visiones, revelaciones...
Pero nada de eso es necesario para llegar a
una gran santidad, la santidad está en la mortificación:
Se alcanza
por la mortificación y se perfecciona por la mortificación: Tanto tendré de
santidad, cuanto tenga de mortificación por Amor, escribió nuestro San
Josemaría, el santo de lo ordinario.
Su vida es un
ejemplo de lo que acabamos de decir: fue dura pero no fue una vida infeliz,
sino una vida lograda.
Cuando
entendió el por qué de la Cruz descubrió que en ella estaba el secreto,
la raíz de la felicidad.
La razón de
todo esto es porque en la Cruz está la raíz del Amor, y esto es precisamente lo
que nos hace dichosos.
El espíritu
de sacrificio es útil para todo lo que hacemos cada día. El espíritu de
mortificación nos ayuda a rezar, a trabajar, a ser más amables con los demás.
Con ese
ejercicio diario nos vamos identificando con nuestro Señor.
Llevar la
cruz de cada día
Lo ordinario
es lo nuestro. Las pequeñas cosas que hacemos por los demás cada día
fastidiándonos nosotros para hacerle la vida agradable.
Porque el
sentido de nuestra vida es la donación, preocupándonos de todo el mundo.
Una novela
que tiene como argumento el viaje que hacen unos hombres en autobús desde el
infierno al cielo.
Es un sueño,
en el que los que están en el infierno van llegando al cielo, y no se
encuentran a gusto.
Uno de los
condenados es un teólogo protestante, que se aburre en el cielo,
y quiere
volver al infierno a seguir discutiendo de teología con unos amigos, que están
también condenados.
En un momento
de la narración cuando van conociendo a gente les llega una señora muy
simpática, que está rodeada de ángeles, y alguien pregunta:
–¿Y está
quien es?
–Esta es
una de las grandes... En la tierra era una mujer sin importancia, una perfecta
desconocida.
Pero toda
persona que veía era un hijo o una hija para ella.
Los
detalles nos hacen grande
Pues todo el
mundo al tratarnos tiene que llevarse algo: una sonrisa, un detalle de cariño o
de servicio.
Esto es lo
que hemos visto hacer a los santos.
Nuestra
renuncia personal no es una renuncia estoica bautizada, es un amor de
padre que encuentra su felicidad en dar, porque ahí está la felicidad.
Jesús con la Cruz a cuestas
Volvamos al
Señor, que va a ser cargado con su cruz.
Nos cuenta
Caterina Emmerich que los soldados lo llevaron al medio de una plaza, donde
unos esclavos echaron la cruz a sus pies.
Jesús se
arrodilló cerca de ella, la abrazó y la besó tres veces, dirigiendo a su Padre
acciones de gracias por la redención del
género humano.
Y tuvo que
cargar con mucha esfuerzo con esta carga tan pesada sobre su hombro derecho.
Y entonces
comenzó la marcha triunfal del Rey de los reyes, tan vergonzosa sobre la tierra
y tan gloriosa en el cielo.
Jesús, bajo
su peso, recordaba a Isaac, llevando a la montaña la leña para su sacrificio.
Venía nuestro
Señor con los pies desnudos y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la cruz,
temblando. Debilitado por la pérdida de la sangre y devorado por la fiebre y la
sed.
Con la mano
derecha sostenía la cruz sobre su hombro derecho. Y su mano izquierda, muy
cansada, hacía esfuerzos para levantarse el largo vestido, con que tropezaban
sus pies heridos.
Cuatro
soldados llevaban cordeles atados a la cintura de Jesús. Dos de delante le
tiraban, y dos que seguían le empujaban. Y de esa manera el Señor no podía asegurar su paso.
A su rededor no había más que risas y crueldad. Dice
el salmo: me acorrala una jauría de perros salvajes (21).
Como el
peor de los esclavos
El profeta Isaías describe como iba a ser
tratado el Mesías: sería un esclavo, un siervo, llevado a una muerte muy cruel
(cfr. Is 50,4-7).
Cuando un animal es conducido al lugar donde lo van a
degollar, de
alguna manera se da cuenta, lo sabe, y se resiste todo lo que puede.
Pero Jesús –que fue como un cordero
llevado al matadero– no se resistió en absoluto, y sabia que lo iban a torturar hasta dejarle prácticamente sin
sangre.
El Señor va hacia la muerte rodeado de
gritos en su contra. Como un animal acorralado, en medio de ladridos, y sin
escapatoria.
San Pablo nos habla de la humillación de Jesús, que siendo
Dios fue despojado de toda dignidad, para acabar clavado en un madero (cf. Fl
2,6-11).
La
humillación de Dios
Pero su boca
rezaba y sus ojos perdonaban. Detrás de Jesús iban los dos ladrones, llevados
también por cuerdas.
La calle por
donde pasaba Jesús era muy estrecha y muy sucia; tuvo mucho que sufrir.
Lo injuriaba
desde las ventanas, y gente baja le tiraban lodo, y hasta los niños traían
piedras para echarlas delante de los pies del Salvador.
Pero la
madre estaba allí
Sigue
contando Caterina Emmerich, con imaginación de película, lo siguiente. Leo:
La Madre
de Jesús no pudo resistir al deseo de ver a su Hijo, y pidió a Juan que la
condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía pasar.
Se fueron
a un palacio, cuya puerta daba a la calle Juan obtuvo de un criado el permiso.
La Madre de Dios estaba pálida y con los ojos llenos de lágrimas y cubierta con
una capa.
Se oía ya el
ruido que se acercaba, el sonido de la trompeta, y la voz del pregonero,
publicando la sentencia en las esquinas.
Un criado
abrió la puerta, el ruido era cada vez más fuerte. María oró, y dijo a Juan: -«¿Debo ver este espectáculo? ¿Debo huir?
¿Podré yo soportarlo?».
Al fin
salieron a la puerta. María se paró, y miró. La escolta estaba a ochenta pasos;
no había gente delante, sino por los lados y atrás.
En ese
momento los que llevaban los instrumentos de suplicio se acercaron con aire
insolente, y la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos,
y uno de esos hombres preguntó:
"¿Quién
es esa mujer que se lamenta?"; y otro respondió: "Es la Madre del
Galileo".
Esos
miserables al oír tales palabras, llenaron de injurias a esta dolorosa madre, y
uno de ellos tomó en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la
cruz, y se los presentó a la Virgen en tono de burla.
María miró a
Jesús y se agarró a la puerta para no caerse. Los fariseos pasaron a caballo.
Después el niño que llevaba la inscripción, y detrás Jesús, temblando, doblado
bajo la pesada carga de la cruz.
Lanzó sobre su
Madre una mirada de compasión, y habiendo tropezado cayó por segunda vez sobre
sus rodillas y sobre sus manos.
María, en
medio de la violencia de su dolor, no vio ni soldados ni verdugos; no vio más
que a su querido Hijo; se precipitó desde la puerta de la casa en medio de los
soldados que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado, y se abrazó a Él.
Yo oí estas
palabras: "¡Hijo mío!" – "¡Madre mía!". Pero no sé si
realmente fueron pronunciadas, o sólo en el pensamiento.
Hubo un
momento de desorden: Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Los
alguaciles la injuriaban.
Uno de ellos
le dijo: "Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí? Si lo hubieras educado
mejor, no estaría en nuestras manos".
Algunos
soldados tuvieron compasión. Juan y las santas mujeres la condujeron atrás a la
misma puerta, donde la vi caer sobre sus rodillas.
La
Magdalena y Juan
El dolor
había puesto a Magdalena como fuera de sí.
Su
arrepentimiento y su gratitud no tenían límites, y cuando quería elevar hacia Él su amor, veía a
Jesús maltratado, conducido a la muerte, a causa de las culpas, que el Señor
había tomado como si fueran suyas.
Entonces sus
pecados le penetraban de horror, su alma se le partía, y todos esos
sentimientos se expresaban en su conducta, en sus palabras y en sus
movimientos.
Juan amaba y
sufría. Conducía por la primera vez a la Madre de Dios por el camino de la
cruz, donde la Iglesia debía seguirla. Donde nosotros debemos seguir a María.
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