Cuánto sufriría José, cuanto avanzaría José en
abandonó con motivo del nacimiento de Jesús, cuando todas las puertas se le
cerraban y le vendrían dudas sobre su mala gestión. Porque él era el
responsable humanamente de que todo estuviera en orden. Era el que hacía cabeza.
Pensaba sin duda que tendría que haber sido más
previsor, no dejar las cosas para último momento. Esto es lo que iría meditando
las horas anteriores a la Navidad. Los pensamientos negativos luchaban en su
interior contra el abandono en Dios. Porque había que tener fe para darse
cuenta de que todo esto era querido expresamente por Dios. Y a descubrir que la
mano del Señor estaba detrás.
El misterio del Nacimiento de Jesús nos lleva a
pensar en este hombre, que tenía una fe tan grande, al que se le sometió a una
prueba durísima. Efectivamente, los misterios gozosos fueron para José,
misterios dolorosos, y también gloriosos y llenos de luz.
Pues en nuestra vida como en la vida del Santo
Patriarca todo está unido: el trigo y la cizaña, años horribles, con los meses
de maduración interior. Pensamos que siempre hay una de cal y otra de arena.
Pues en la vida de José hubo mucha cal y mucha
arena. También nosotros hemos de darnos cuenta de esto. Desde luego hubo mucha
preocupación por todo material, pero qué es eso
en comparación con que Dios se hace pequeño, humano y lo tienes en tu
misma familia.
Efectivamente hubo momentos en los que José lo
pasó mal, pero comparado con lo otro: vivía en la misma casa donde vivía Dios,
y además era su padre. La Virgen en el Evangelio dice así: «tu padre y yo». La Sagrada Escritura les llama «sus padres». Es
que José era su padre. Porque si Jesús es de la familia de David es gracias a
José que era el descendiente de David. De la Virgen no se sabe, por lo menos no
se dice de Ella que lo fuera. Pero de José expresamente está indicado en las
dos ejecutorias de nobleza –podríamos decir–.
Dios se hace pequeño, humano, y lo tiene tan
cerca. Así era, pero también tendría preocupaciones. Ver a María de parto,
sufriendo calladamente, aunque no se le notaba, se le partiría el corazón, con
lo sensible que era. Y no parecía que había ninguna salida y no la había. Porque Dios había amarrado todo para
que su Hijo naciese así.
José pensaría: –¿No hay ninguna solución?
–No la
hay.
La solución que le proponen en el pueblo parece
irreverente, pero era la única.
¿Cómo no
va a haber otra solución para que Jesús, el Mesías, el Ungido, nazca en una
gruta que hace de cuadra? ¿Cómo no va a haber otra solución?
–Me dicen
que hay un sitio resguardado, a las afueras del pueblo, pero es que es un lugar
para animales.
Y la Virgen preguntaría: –¿Una cuadra?
El dolor de José
sería muy agudo porque pensaría: –Esto
pasa por mi culpa, pero no sé cómo remediarlo.
–Es que no
lo puedes remediar.
Hay tantas cosas en las que nosotros nos vemos
atados y pensamos: –No lo puedo remediar.
No encuentro salida, ¿por qué Dios quiere eso?
–Por algo
será.
Pero, bueno, había que ser prácticos: «esto es lo que hay». Todo su amor lo
pondría en adecentar aquel muladar. Eso sí que sabía hacerlo: «por lo menos las cosas materiales se le dan
bien». Sabía hacerlo como el mejor, y debía darse prisa...
María estaba cansada y él se encontraba con mucha
tensión. Su esposa no paraba de rezar, y eso le aliviaba un poco. En cambio a
él le costaría humanamente mucho unirse a Dios pero lo hacía. Esto era un
auténtico calvario.
No veía el porqué ocurría estas cosas. Como la
Virgen al pie de la Cruz: ver a su hijo sufrir
era lo último... Pero José no solo veía su Hijo, al niño que nacería,
sino también veía a María: «¿Cómo le
pueden hacer esto a mi Mujer?».
Dios
añadirá
«Dios
añadirá, Dios añadirá» diría la Virgen. Era el nombre de su marido. Eso significa
«José» en hebreo.
Ya todo estaba listo. Bueno, si se puede decir
«listo», porque aquello era un arreglo superficial, en un sitio inmundo. Pues
bien, listo. Y nació Jesús.
Y cada minuto que pasaba José se fue serenando. A
última hora lo importante había salido bien: lo tenemos aquí, ha nacido. Y luego se oiría algo curioso, que daría un
contraste a aquella noche. Una gruta en la que habitaban animales y una música
propia de ángeles que cantaban.
Que contraste hay entre las cosas de Dios y las
cosas que nos suceden aquí abajo.
Bueno, había que hacerse a la idea de todo lo que ha ocurrido. Y para
eso necesita rezar.
Después de tanta presión, y de tantas cosas que
habían ocurrido en tan pocas horas, en tan pocos días, en tan pocos meses, José
necesitaba rezar, contemplar.
Puesto es lo que venimos nosotros a hacer aquí.
Después de tanta aglomeración de cosas que seguramente has tenido en los
últimos meses, hay que rezar, contemplar.
María, su mujer, estaba cansada, pero «radiante»,
y junto a ella se sentía raro, indigno. Lo mismo que nosotros delante de Dios,
que a veces podemos sentirnos raros.
Y podemos extrañamos de que en algunos momentos
de nuestra vida se haga de noche: –¿Cómo
es posible que yo no vea nada, que todo esté tan oscuro?
Pero fue precisamente en la noche cuando
apareció aquella gran Luz. Como profetizó Isaías: «el pueblo que caminaba en
tinieblas vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra de sombras de
muerte resplandeció una brillante luz» (9, 2).
Siempre pasa lo mismo. Dios permite que la
oscuridad se haga en nuestra alma. Pero es para darnos esa gran luz.
Con las orejas tiesas como los burros
Según se sabe por los estudios recientes sobre
el libro de San Josemaría sobre los misterios del Rosario, en un principio el
personaje central que cuenta la historia, era el burro de la sagrada
Familia.
Un cardenal del Opus Dei cuenta (p.31-32) como
Juan XXIII al principio de su pontificado se pasó de despacho en despacho
saludando a los que trabajaban en las distintas oficinas del Vaticano.
Y al llegar el Papa a su despacho cuando era
oficial de una congregación Juan XXIII se fijó «en una graciosa figurilla que
tenía sobre la mesa.
–¿Y qué es
esto?
–Un
burrito, Santidad. Me lo ha dado el fundador del Opus Dei, monseñor Josemaría
Escrivá, que le tiene gran aprecio.
Al ver su cara de sorpresa, le expliqué que el
Padre recordaba siempre que, mientras los hombres se negaron a dar posada a la
Sagrada Familia, un borrico dio calor al Hijo de Dios en Belén, y que otro más
lo llevó en su entrada triunfal por las calles de Jerusalén.
–Los
borricos son animales de carga, le dije: humildes, recios, trabajadores, con las orejas tiesas hacia arriba,
como antenas para captar las ondas divinas… Y concluí:
–Nuestro
fundador nos anima a imitarlos para que trabajemos siempre con el alma mirando
al cielo, para escuchar bien las mociones de Dios.
Juan XXIII tomó la figurilla entre las manos, la
miró con cariño, tiró de de las orejas hacia arriba, y me dijo, sonriendo:
–Yo
también quisiera ser un borriquito de Dios»
San Josemaría se consideraba como un burro
delante de Dios. Y al dejarle el manuscrito de Santo Rosario a su confesor, donde
el narrador era el borrico, a éste no le gustó lo del burro, y san Josemaría lo
cambió, y el narrador pasa a ser un criadito. Pero él personalmente se veía
como un borriquillo.
Modernamente en un libro apócrifo, en un cuento,
se le da al burro el nombre de Canete. Porque se imagina que tenía el pelo
entrecano, casi blanco.
Como dice el Salmo: «Como un borrico estoy delante
de ti». También se podría traducir «como un animal de carga». De
hecho el Papa Benedicto lo explica muy bien, como un animal que transporta
pesos. Al Papa también le gusta considerarse así, y en su escudo pontificio
aparece un oso con una montura. La imagen proviene de una leyenda, y que viene
a decir lo mismo.
En nuestra oración nosotros queremos ser como un
personaje más. Podríamos hacer de ese personaje. Decía San Josemaría que el
Señor se fijó el en el burro –entre otras cosas– porque su paso era sencillo y
porque su oído era atento.
Estas son las cualidades que nosotros tenemos
que pedir: en primer lugar la sencillez, y en segundo lugar la atención, oír la
voz de Dios.
Pues te leo lo que pasaría por la cabeza del
burro el día de Navidad:
«Aquella
noche todo parecía luminoso… A Julián –el Buey– lo conocí cuando llegamos a la
cueva, para ver si reunía el mínimo de condiciones. Efectivamente se trataba de
un apartamento que este señor buey estaba utilizando de forma provisional.
Pues como
iba diciendo, la partera no llegaba. Parecía como si no la hubieran avisado. Yo
y D. Julián tuvimos que salir fuera de la cueva porque estábamos poniéndonos
nerviosos. Él decía, que se había fijado en una estrella grande, que se parecía
a la del Rey David. Él entendía de estas cosas, porque había vivido mucho
tiempo en Belén, donde colocan este símbolo por todas partes.
Estando en
éstas, oímos el llanto del Niño. Temblorosos nos dirigimos hacia la gruta, pero
no se podía pasar todavía a las habitaciones interiores, como es lógico. Y de
pronto oímos el coro que cantaba el Gloria de Haëndel. Fue la primera canción
de cuna para el recién nacido. El Niño nació llorando. Los ángeles del coro
lograron calmarlo.
Todos
esperábamos poder entrar para ver a María. Y darle mi enhorabuena, de palabra,
porque besos, soy poco de darlos. De ahí nuestra sorpresa al verla aparecer. Nos
quedamos extasiados mirándola. Tan jovencilla como era, que parecía una
muñequita y ya se había convertido en Madre.
Fue María,
que estaba con el pelo recogido, la que cogió al Niño para que lo
contempláramos. Y lo puso entre las pajas de nuestra improvisada sala de
estar-comedor. Ya lo teníamos cerca, para poder mirarle despacio. Y yo me
preguntaba: ¿a quién se parece? Bueno, parecido sí le encontraba… Era como
otros niños, pero más bonito.
Allí
estaba yo mirando al Niño hasta que se despertó, y de vez en cuando le guiñaba
un ojo. Hasta que él miró mis grandísimas orejas, y me sonrió. Fue la primera
sonrisa del mejor hombre que ha existido.
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