Además tiene experiencia; ya ha pasado antes por todo lo que ahora nos ocurre a nosotros, y ha sufrido contrariedades parecidas a las nuestras. Por eso puede gobernarnos desde la empatía. Y quiere ser rey no con mandatos sino con su misericordia. Desde luego es nuestro Rey, pero con un reinado especial, no el de mandar sino el de servirnos de verdad.
En la Sagrada Escritura, el mismo Dios aparece como el Pastor de su Pueblo. En los tiempos de calamidad, el pensamiento de que Dios era el Pastor de Israel, se convirtió en un mensaje de consuelo y confianza.
Esta imagen marcó profundamente la vida de piedad del Pueblo elegido, y tiene su expresión más bella en el Salmo 23: «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo» (v. 4).
La imagen de Dios como pastor la desarrolla el profeta Ezequiel (capítulos 34-37). Ante los gobernantes egoístas de su tiempo, el profeta anuncia que Dios mismo buscará a sus ovejas y cuidará de ellas.
«Yo mismo apacentaré a mis ovejas... Buscaré a la oveja perdida, haré volver a las descarriada, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas» (34, 15-16).
Y esto se cumplió en la vida de Jesús. Ante las murmuraciones de los fariseos y de los escribas, porque compartía mesa con los pecadores (Lc 15, 2), el Señor relata la parábola de las noventa y nueve ovejas que están en el redil, mientras una anda descarriada. Y el pastor la sale a buscar, para después llevarla a hombros y, todo contento, la devuelve al redil.
Esta es también nuestra misión, preocuparnos por curar a las personas heridas, acercar a Dios a las descarriadas. No debe extráñanos que en nuestro entorno, en nuestra familia o en nuestra misma casa haya gente necesitada. Porque para eso nos ha elegido el Señor, para que completemos la labor que él vino a hacer como pastor.
Jesús, que se había llamado a sí mismo el Buen Pastor, le iba a dar a Pedro el poder de gobernar a todos los cristianos. Ocurrió después de la resurrección. La escena tuvo lugar en Galilea, en el lago de Tiberíades, después de la segunda pesca milagrosa. Fue allí donde le pidió a Pedro la triple afirmación de su amor. Y es que en la Iglesia, la manifestación del amor debe ir por delante del ejercicio de la autoridad.
Si uno tiene la obligación de mandar, lo primero que tiene que hacer es amar.
Porque sin amor la autoridad se va convirtiendo en tiranía con el paso del tiempo. De ahí que el Señor le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que estos?» (Jn 21,15).
Pedro que había presumido de amar mucho al Maestro, diciéndole: «Aunque todos se escandalicen por tu causa, yo nunca me escandalizaré» (Mt 26,33). El impulsivo Pedro...
Ahora Jesús le pregunta llamándole Simón hijo de Juan, que era su nombre original. En respuesta a la pregunta que Jesús le hizo sobre si le amaba, Pedro dijo: «¡Señor, tú sabes que te quiero!» Y entonces el Señor le contesta: «Apacienta mis corderos» (Jn 21, 15).
Esa es la condición, que pone Jesús: si uno no ama en la práctica, que se dedique a otra cosa, pero no a trabajos de formación y gobierno en la Iglesia.
HERIRÉ AL PASTOR
Pero volvamos a Jesús. Él verdaderamente es el Buen Pastor. San Mateo nos narra que el Señor, de camino al monte de los Olivos, después de la Última Cena, predice que pronto iba a ocurrir lo que estaba anunciado en Zacarías 13, 7: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26,31). En el libro que escribe Zacarías aparece la visión de un pastor que sufre la muerte: «Me mirarán a mí, a quien traspasaron; harán llanto como llanto por el hijo único... Aquel día será grande el duelo de Jerusalén, como el luto de Hadad-Rimón... Aquel día manará una fuente para que en ella puedan lavar su pecado y su impureza» (12, 10.11; 13, 1).
Hadad-Rimón era una de las divinidades paganas de la vegetación. Su muerte, a la que le seguía luego la resurrección, se celebraba con un rito de lamentos muy exagerados. Para el profeta Zacarías esta falsa divinidad, Hadad-Rimón, despreciada por Israel, se convirtió en una misteriosa prefiguración.
Y así, como hemos visto, san Mateo comienza la historia de la pasión con la imagen del pastor asesinado (cf. Zacarías 13, 7) y san Juan la cierra también con una referencia a Zacarías (12, 10): «Mirarán al que atravesaron» (Jn 19, 37). Así quedaba claro a los primeros cristianos que el pastor asesinado y el salvador fue Jesús.
También nos tiene que quedar claro a los cristianos actuales que no es el discípulo mayor que el Maestro, que si al árbol verde lo trataron así, ¿qué será a cada uno de nosotros que somos el seco? Por eso nos viene bien recordar que nuestros padecimientos actuales no son la última palabra. Nuestro Pastor vendará las heridas de los que sufrimos por él, y además nos va conduciendo hasta la vida eterna, a través de este valle tenebroso.
Esto es lo que ocurrió a Pedro, pues Jesús, después de pedirle que apacentara a sus ovejas, le predijo que moriría también en una cruz.
«En verdad, en verdad te digo que, cuando eras joven, te ceñías tú mismo, y andabas por donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá, y te llevará a donde tú no quieras» (Jn 21, 18). Es lo que sucedió después de Pentecostés: Pedro fue llevado a donde no quería. Primero obligado a abandonar Jerusalén. Luego es conducido por Dios a Samaria, a la casa del pagano Cornelio; después es llevado a Roma.
Precisamente en la Ciudad Eterna, fue conducido a una cruz y murió en la colina del Vaticano. Siendo la Roca, era propio que fuera enterrado en aquel lugar, donde permanece como cimiento de la Iglesia.
Este hombre que trató de apartar al Señor de la cruz fue el primero de los apóstoles en subir a una cruz. Santiago, fue decapitado. Y la cruz en la que murió Pedro tuvo más eficacia espiritual que todo el celo y vehemencia de sus años de juventud, cuando parecía que se iba a comer el mundo. De joven, Pedro no comprendía que la cruz significaba la redención del pecado. De mayor, entendió claramente el porqué de la Cruz, que ya que había recibido la misión de apacentar a sus hermanos, también debía de dar la vida por las ovejas, como hizo Jesús.
LA PUERTA
Es curioso que el discurso de Jesús sobre el pastor no comienza diciendo: «Yo soy el buen pastor» sino con otra imagen: «Yo soy la puerta de las ovejas» (Jn 10, 7). Jesús había dicho anteriormente: «el que no entra por la puerta del redil de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas» (10, 1s). Está claro que el que quiera ser buen pastor para sus hermanos, tiene que pasar por la humanidad de nuestro Señor, que es la puerta que nos conduce a Dios.
Pues ni Aristóteles, ni Platón ni ningún personaje histórico, por muy virtuoso que sea, puede ser nuestro referente, por eso siempre han repetido los santos: «no me imitéis a mí, imitad a Jesús». Y como nos cuenta santa Teresa (cf. Libro de su vida, 22, 6) que le había dicho el Señor que debía entrar por la puerta de su Humanidad. Por eso Pedro, designado pastor de las ovejas de Jesús (cf. Jn. 21, 15-17), para poder desempeñar ese oficio tuvo que entrar por esa «puerta».
Pero más que entrar, es dejar entrar al Señor (cf. Ibid., 10, 3). Por eso Jesús le pregunta tres veces si le ama.
Dejar hacer al Señor: esa es la misión de los pastores en la Iglesia. Pedro nunca pensó que el rebaño era suyo, porque él sabía perfectamente que su tarea de pastor sería que sus hermanos escucharan la voz de Jesús mismo. Todos los cristianos deberíamos pasar por esa puerta de la humanidad de Jesús, por eso esta escena acaba con las palabras del Señor a Pedro: «Sígueme» (Jn 21, 19). De ahí en nuestra labor de formación, lo fundamental no es hablar de valores o de grandes temas, lo importante es centrarnos en Jesús. Pues no seguimos un modelo de sociedad o de cultura, ni siquiera una estructura o filosofía cristiana.
Nosotros seguimos a una Persona y hemos de hablar de ella. El plan de vida y todo lo demás es consecuencia de la amistad con nuestro Señor. No somos solo hombres o mujeres piadosos, somos cristianos. El conocimiento de su humanidad es la puerta por donde debemos pasar nosotros y las personas a las que queremos ayudar
DA LA VIDA
En Evangelio de san Juan aparece la afirmación: «Yo soy el buen pastor» (10, 11 y 10, 14). Y se dice también que otro que no es el buen
pastor viene «para robar, matar y hacer estragos» (10, 10).
Ese mal pastor ve las ovejas como algo de su propiedad, que posee y aprovecha para sí. Sólo le importa él mismo, todo existe sólo para él. Al contrario, el buen pastor no quita la vida, sino que la da: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (10, 10). Esta es la gran promesa de Jesús. Todos los hombres deseamos tener una vida lograda.
Pero, ¿qué es, en qué consiste la verdadera vida? ¿Dónde la encontramos? ¿Cuándo y cómo tenemos «vida en abundancia»?
Desde luego no tendremos calidad de vida si derrocháramos la herencia personal que hemos recibido de Dios.
O si nos portáramos como el ladrón y el salteador aprovechándonos de la influencia que tenemos sobre los demás para nuestros propios intereses.
Jesús promete que mostrará a las ovejas los «pastos», que las conducirá realmente a las fuentes de la vida. Podemos escuchar aquí como un eco las palabras del Salmo 23: «En verdes praderas me hace recostar; me conduce
hacia fuentes tranquilas[…]. Preparas una mesa ante mí[…]. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (2.5s). Y todavía más directas las palabras del profeta Ezequiel: «Las apacentaré en pastos escogidos, tendrán su prado en lo alto de los montes de Israel» (34, 14).
¿Cómo aplicamos esto a nuestra vida? Sabemos de qué se alimentan las ovejas, pero, ¿de qué vive el hombre? Los Padres de la Iglesia han visto en los montes altos de Israel y en los pastos de sus praderas, donde hay sombra y agua, una imagen de la Sagrada Escritura, y de ese alimento que da la vida, que es la palabra de Dios. El hombre se alimenta de la palabra de Dios. El hombre vive de ser amado por la Verdad. Necesita a Dios, al Dios que le muestra el sentido de su vida.
Ciertamente, el hombre necesita pan, necesita el alimento del cuerpo, pero en lo más profundo necesita sobre todo la Palabra, el Amor, necesita a Dios mismo.
Quien le da todo esto, le da «vida en abundancia».
En este sentido, hay mucha relación entre el sermón sobre el pan del capítulo 6 de san Juan
y el del pastor: en esos dos momentos se trata de aquello de lo que vive el hombre. La Palabra de Dios y el Cuerpo de nuestro Señor.
Precisamente son los dos banquetes que componen nuestra Misa: el banquete de la Palabra y el banquete Eucarístico.
Filón, el gran filósofo judío contemporáneo de Jesús, dijo que Dios, el verdadero pastor de su pueblo, había establecido como pastor a su «hijo primogénito», al Logos.
El sermón sobre el pastor de san Juan está en relación con el prólogo de su Evangelio, en el que se ve a Jesús como Logos, la Palabra de Dios hecha carne.
Así que Jesús no es solo visto como el Pastor sino también el Alimento, el verdadero «pasto».
Jesús nos da la vida entregándose a sí mismo: Él que es la Vida (cf. 1, 4; 3, 36; 11, 25).
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JUAN
10
14Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, 15igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. 16Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor.
21
15Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». 16Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: «Pastorea mis ovejas». 17Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: «¿Me quieres?» y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas.
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