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En su predicación, Jesús utiliza la imagen de la vid. Es un recurso pedagógico muy interesante utilizar imágenes. El Papa nos aconseja a los sacerdotes que las utilicemos, imitando al Señor que es nuestro modelo.
Es interesante leer el texto del profeta Isaías (5, 1-7) donde se encuentra la canción de la viña. El canto empieza diciendo que un hombre tenía una viña, y allí plantó cepas selectas, y hacía todo lo posible para cultivarla y sacarle el máximo partido.
También cada uno puede pensar en su vida: cuántas cosas ha hecho Dios por cuidarnos. Desde luego no hemos brotado de la nada, nos ha puesto en una familia, y ahí hemos sido cultivados con una buena educación, además recibimos los regalos de las amistades…
El Señor nos ha protegido en lo humano y en lo sobrenatural. Ha querido que formemos parte de sus cosas, de su Familia. Pero sigue diciendo Isaías que, pasado el tiempo, la viña le decepcionó y en vez de fruto apetitoso dio agracejos, unas uvas pequeñas, inmaduras, que no se podían comer.
Podemos preguntarnos: ¿Cómo vamos de fruto? ¿Damos el que Dios quiere? O ¿nos refugiamos en los números, en las múltiples cosas que hacemos? El Maestro nos pide que le sigamos. Hay personas que desean hacerlo, pero no han descubierto cómo.
Lo cierto es que tenemos los medios: la oración y los sacramentos. El problema es que equivoquemos los medios con el fin. Pues ser cristiano no es hacer cosas para buscar nuestra perfección.
Seguir a Jesús es ir detrás de él, hacer lo que hizo. Por eso nuestra verdadera perfección es la del amor. De ahí que el fruto maduro de nuestra vida consiste en la misericordia: un amor como el de nuestro Padre Dios.
Por eso es impropio de la vida de un cristiano que se dé el fruto amargo de la venganza o el rojo de la ira. No es ese nuestro camino, el camino de Jesús.
La historia de Israel mostraba una sucesión de «criados» que, por encargo del dueño, llegan para recoger la renta.
Jesús en la parábola habla de los malos tratos que recibieron y del asesinato del alguno de
ellos por parte de los arrendatarios. En realidad esta fue la suerte de los profetas.
Jesús describe con una parábola la paciencia de Dios, que continuamente nos manda mensajes a través de las personas que él elige como enviados suyos (cf. Mc 2).
Una y otra vez el Señor envió profetas a su Pueblo para recibir el fruto de amor de Dios, que es lo que a él le interesa. Pero en vez de tenerlos en cuenta los trataron de mala manera. Para nosotros, quizá la forma más de fácil es con la lengua, porque la mala lengua la carga el diablo y en un descuido podemos hacer mucho estropicio.
Siguiendo la parábola de Jesús, el dueño de la vid hace un último intento para ver si aquellos hombres se arrepentían, y envía a su «hijo querido», el heredero, porque piensan que a él le harán caso.
También puede esperarse eso de nosotros, que estamos al cargo de la viña que el Señor nos ha confiado, que es nuestra vida.
Y ahora podemos preguntarnos: ¿Escuchamos la voz de Dios? ¿Le hacemos caso?
En la historia que el Señor cuenta ocurre que los arrendatarios matan al hijo, precisamente por ser el heredero.
Porque lo que ellos pretenden es adueñarse de la viña a cualquier precio. En la parábola, Jesús continúa diciendo: «¿Qué hará el dueño de la viña? Acabará con los labradores y arrendará la viña a otros» (Mc 12, 9).
De ser un relato del pasado la parábola también incumbe a sus contemporáneos.
El Señor convierte esa historia en actual. Los oyentes lo saben (cf. v.12).
Es como si Jesús dijera: igual que los profetas fueron maltratados y asesinados, así vosotros me queréis matar a mí.
LA VID
Esta parábola habla de lo que sucedió: el rechazo del mensaje de Jesús por parte de sus contemporáneos; de su muerte en la cruz.
Pero también es cierto que el Señor habla de nosotros. Porque la parábola de los viñadores homicidas es también una descripción de nuestro tiempo. En esta época en la que se declara que Dios ha muerto, y que no aparece por ningún lado. De esta forma, ¡nosotros mismos seremos dios!
Por fin, el hombre moderno se ha convertido en único dueño de sí mismo y del mundo. Por fin, podemos hacer lo que nos apetezca. Porque si nos desembarazamos de Dios, ya no hay normas por encima, nosotros mismos somos la norma. La «viña» es nuestra.
En las palabras de Jesús también hay un anuncio: la viña se traspasará a otros siervos. El Señor siempre la mantendrá en sus manos, no está supeditado a los criados actuales. Esto afectaba no solo a los círculos religiosos dominantes en aquella época.
También las palabras de Jesús son válidas para hoy en día, para el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia.
Pero no afecta a la Iglesia en su conjunto. Aunque sí a algunas comunidades de cristianos, tal como se nos muestra en las palabras
recogidas en el Apocalipsis (2, 5), con las que Jesús resucitado se dirige a la Iglesia de la lo calidad de Éfeso: «Conviértete y vuelve a tu conducta primera. Si no, vendré a ti y removeré tu candelabro...». Es como si dijera, te quitaré de mi presencia.
Pero a la amenaza y la perdición del traspaso de la viña a otros criados, sigue una promesa mucho más importante. La muerte del Hijo no es la última palabra. Pues aquel a quien han matado no permanece en la muerte, no queda «desechado». Con él se dará un nuevo comienzo. Jesús da a entender que Él mismo será el Hijo ejecutado. Y predice, además de su muerte, su resurrección.
La cruz no es el final, sino un nuevo comienzo. Por eso el canto de la viña no termina con el homicidio del hijo. Pues el Señor nunca fracasa. Y si nosotros fuéramos infieles, Él seguiría siendo fiel (cf. 2 Tm 2, 13).
Dios sabe encontrar nuevos caminos por los que circule su amor misericordioso.
«Yo soy la verdadera vid» (Jn 15, 1), dice el Señor. El Hijo de Dios mismo se ha convertido en vid. Es cierto: Jesús se ha dejado plantar en
esta tierra, en el seno de una mujer. Esta vid ya nunca podrá ser arrancada, pues Jesús siempre será hombre. La imagen de la vid significa la unión de Jesús con los que vivimos con Él. La vid representa la imposibilidad de separar a Jesús de los suyos, que somos los sarmientos, los frutos de la vid.
La vocación del cristiano es «permanecer» en Jesús. Si estamos unidos a él no podemos ser arrancados ni abandonados.
Lo mismo que Jesús no puede ser abandonado de su Padre, así el Hijo tampoco puede abandonar a los suyos. Por nuestra parte, debemos purificarnos continuamente.
Para eso es la poda que realiza el Padre y así daremos más fruto. La Iglesia y cada uno de nosotros siempre necesitamos purificarnos. La purificación, tan dolorosa como necesaria, aparece en la vida de los hombres que se han entregado a Cristo.
LA PODA
Es necesario podar todo lo personal que se haya crecido desmesuradamente, para que
nos identifiquemos con Jesús. De ahí que no debiéramos sacralizar a nadie, ni a nada, si ha crecido de tal forma que no muestre la sencillez del Evangelio.
Solamente a través de la poda se recobra la humildad y con ella nos renovamos y nos haremos fecundos.
Jesús nos señala que el fruto que podemos producir como sarmientos proviene de estar con él y en él, aceptando como Jesús el misterio de la cruz.
Recordemos que la poda –que se da en la cruz de cada día– va unida a un fruto abundante. Solo a través de esas purificaciones podemos dar el fruto que el Señor quiere.
Como en Caná, el milagro de Jesús consistió en utilizar el agua de las tinajas que los judíos empleaban para la «purificación», y convertirla en un vino excepcional, así también la alegría cristiana –más excelente que la que da el vino– se consigue pisando la mala uva de nuestro yo.
Sabemos, el proyecto de Dios fue la unión del hombre con él. Un enlace nupcial con la humanidad, que se realizó en la Encarnación de Jesús.
Esa unión por Amor, esa boda, no se realizó sin sacrificio. Jesús tuvo que beber el cáliz de la pasión, para luego resucitar con gloria.
Desde entonces el Amor, el sufrimiento y la alegría de la Resurrección están unidos. Fueron necesarios para la alianza definitiva de Dios con la humanidad. De ahí que el primer milagro fuese la conversión del agua en vino. Y como ya se ha dicho, el agua de la purificación se convirtió en un vino excelente.
En nuestra vida de cristianos se dará, más tarde o más temprano, ese sacrificio que nos purifique. Pues solo el amor que ha pasado por la cruz, solo el amor purificado, solo ese amor excelente, es el verdadero fruto, que indica que estamos unidos a la Vid, que es Jesús. Pero para llevar a cabo este objetivo, el mismo Señor nos aconseja que tengamos paciencia.
LA PACIENCIA
En el capítulo 15 de san Juan (1, 10) aparece diez veces el verbo permanecer. El perseverar pacientemente en la unión con Jesús a través de todas las vicisitudes de la vida. Resulta fácil un primer entusiasmo, pero después vienen también los días monótonos, que exigen la paciencia de proseguir siempre igual, aun cuando disminuye el romanticismo de la primera hora y solo queda el «sí» de la fe. Sabemos que el fruto que debemos producir es el amor. Y la condición previa es precisamente «permanecer» en Jesús. Es san Juan en su Evangelio (cf. 15, 7) quien nos habla de la oración como un factor esencial de este permanecer.
La oración es un medio esencial para la perseverancia en el amor a Jesús. Él nos enseña que el que pide será escuchado. Sobre todo si es en su nombre. Si pedimos en nombre de Jesús, entonces, nuestro Padre nos dará todo lo que deseamos.
Y uno de los dones que el el Señor califica como fundamental es «la alegría» (Jn 15, 11) o Espíritu Santo, lo que en el fondo es la misma cosa, pues se trata del fruto de su Amor.
Es el gozo en la posesión del Amor del Padre y del Hijo lo que nos llena de una alegría tan grande, que nos anticipa el cielo, y que nadie podrá arrebatárnoslo, ni siquiera la enfermedad o las contrariedades de esta vida, pues aunque en la superficie de nuestra alma se dé el gran oleaje de las contrariedades, en el fondo -como ocurre en los océanos- tendremos una gran paz.
Porque el Espíritu Santo es el Amor, y la alegría es el fruto de la posesión del Amor. Esa borrachera alegre que experimentaron los discípulos, en oración unidos a María, aquella mañana de Pentecostés, cuando Jesús nos lo envió desde el Padre.
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MARCOS 2
1Se puso a hablarles en parábolas: «Un hombre plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó un lagar, construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos. 2A su tiempo, envió un criado a los labradores, para percibir su tanto del fruto de la viña. 3Ellos lo agarraron, lo azotaron y lo despidieron con las manos vacías. 4Les envió de nuevo otro criado; a este lo descalabraron e insultaron. 5Envió a otro y lo mataron; y a otros muchos, a los que azotaron o los mataron. 6Le quedaba uno, su hijo amado. Y lo envió el último, pensando: “Respetarán a mi hijo”. 7Pero los labradores se dijeron: “Este es el heredero. Venga, lo matamos y será nuestra la herencia”. 8Y, agarrándolo, lo mataron y lo arrojaron fuera de la viña. 9¿Qué hará el dueño de la viña? Vendrá, hará perecer a los labradores y arrendará la viña a otros. 10¿No habéis leído aquel texto de la Escritura: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. 11Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”?».
JUAN 15
1Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. 2A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. 3Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; 4permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. 5Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. 6Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. 7Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. 8Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.
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