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LA ORACIÓN DE DOS HOMBRES
Como le ocurrió a los ángeles, también los hombres deben decidir, entre la soberbia de creerse superiores, o la humildad de aquellos que están en la realidad.
La batalla que se libró en el cielo ahora se libra en nuestro corazón. Esa lucha, entre el orgullo y la verdad, se da en todos los ámbitos de nuestra vida: sobre todo en el trato con los demás y también con Dios.
Parece que cada uno de nosotros heredamos genéticamente el egocentrismo. Como si, «por defecto», trajésemos «de fábrica» la idea de que somos «el ombligo» del universo. Esa es la percepción que se puede tener, al mirar a derecha e izquierda y arriba y abajo: somos el centro.
No es extraña la actitud del fariseo de la parábola, al vanagloriarse de sus muchas virtudes.
Y precisamente por eso le habla a Dios tan solo de sí mismo, y piensa que así le alaba. Esto es lo que el Papa Francisco llama «autorrefencialidad».
No es cierto que seamos, en nuestro entorno, el sol que da luz a los demás seres, como pensaría Lucifer.
Y lo malo una persona así, puede que esté convencido de que los demás son egoístas, por la sencilla razón de no piensan en ella.
En su imaginación se ven ya en la cumbre más alta del Nepal entronizados en un altar de purpurina, como un dios, tan grande y gordo como su ego: la realidad es otra, dependemos de Dios y de los demás.
El publicano, en cambio, conoce sus pecados, sabe que no puede presumir de nada y, consciente de sus faltas, pide ayuda a Dios.
Quizá no es una persona de las llamadas «religiosas»: está unido al Señor con la principal ligazón, la verdad.
Porque si hacemos bien oración, nos damos cuenta de que estamos en deuda con Dios; y así, con mucha verdad, le podemos llamar «Señor»: gracias a él somos lo que somos, y no podemos valernos sin él; con esa consciencia comenzamos a hablarle, pero mediante la oración, terminamos considerándolo amigo.
Dice el poeta: «Encontré a Dios en los atardeceres, en los pájaros, en el rumor del agua, en la risa de un niño, e incluso en la conversación con un ateo; casi nunca en un hombre de iglesia». Quizá esa fue la experiencia de Jesús al tratar con muchos fariseos, y la de algún santo que se declaraba anticlerical.
Jesús comía con publicanos y pecadores. También con fariseos, aunque estos no lo entendían. Lo mismo que nosotros hemos sentido un trato frío, al vivir cerca de personas entregadas a dios, a un dios con minúscula, que no es el verdadero.
Tenía razón el filósofo cuando escribió que debajo de un templo siempre se encuentra un cementerio. Así era en tiempo de los paganos.
Sin embargo el Dios de Jesús es un Padre lleno de misericordia que prefiere habitar en nuestro corazón.
DOS MODOS DE SITUARSE
Esta parábola trata de dos modos de situarse ante Dios, pero también ante sí mismo. La verdad es que no «somos» seres solitarios, porque estamos hechos a imagen de Dios, que es un ser relacional: sin los otros, nuestra vida no está completa, no sería auténtica. Porque los seres humanos estamos pensados para la amistad.
Por desgracia, no siempre somos capaces de tratar bien a los otros. Nuestra debilidad se manifiesta en que no solo no hacemos lo que nos proponemos, sino que, a veces, incluso lo contrario.
El fariseo, situándose él mismo en el centro de todo, ni siquiera mira a Dios, solo se mira a sí mismo. En él no hay ninguna relación real y auténtica con el Señor, que a fin de cuentas le resulta superfluo.
El publicano, en cambio, se ve en relación con Dios, pero no le salen las cuentas, está con una suma millonaria en números rojos.
Se encuentra en franca bancarrota. Y al poner sus ojos en el Señor, también se le abre la mirada hacia sí mismo.
Es cierto, conocer a Dios es conocernos a nosotros, porque estamos hecho a su imagen. Por eso una forma verdadera de conocer a un padre es conocer a su hijo.
El publicano sabe que necesita misericordia, y así aprenderá de la misericordia de Dios a ser él mismo misericordioso y, por tanto, semejante a Dios.
Él vive gracias a Dios, por eso se siente inmensamente agradecido; piensa que siempre necesitará de su amor, de su perdón… Además aprenderá a transmitirlo a los demás.
UNA COSA Y OTRA
La ayuda de Dios no exime a nadie de ejercitarse en obras buenas: ni al fariseo ni al publicano. Lo que sucede es más bien lo contrario: la ayuda de Dios nos hace más humanos; el Señor potencia lo bueno y nos libera de la rigidez del voluntarismo. Así es como nos ponemos en la órbita del amor, y no del yo.
De todas formas podemos preguntarnos por qué un hombre cumplidor, como el fariseo, puede caer en esta mentira estructural. Quizá no solo habrá una razón. Vamos a meditar a las que hace referencia san Lucas.
Ahora se habla mucho de autoestima, porque hay personas que no se valoran por falta de humildad verdadera, por no estar en la realidad; no estiman lo que han recibido, sino lo que ellas tienen –o carecen– en comparación con otras.
La falta de humildad lleva a la comparación. Hay personas que salen perdiendo, las que son de autoestima baja, y hay otras que salen ganando, las de autoestima alta. Tanto unas personas como otras han puesto su confianza en sí mismos, en sus obras. En algunos casos es para llorar y en otros para envanecerse.
El fariseo se consideraba en paz con Dios porque cumplía con una serie de preceptos. Pero la perfección que nos pide Jesús no es la del «cumplimiento» (cumplo y miento) la de no tener fallos o pecados.
No es la santidad una cuestión para perfeccionistas en el terreno de la espiritualidad, porque no se trata de un empeño nuestro que, en el peor de los casos, pudiera desembocar en neurosis. Lo que nos pide Jesús es que nos parezcamos al Padre en la misericordia.
Por otra parte, es difícil que una persona que se siente satisfecha con lo que hace, pueda mejorar en algo y, sobre todo, que esté en la realidad. Considerarse justo es ya una equivocación, aunque lo que en realidad desconoce es el camino de la santidad, que es la misericordia. Es razonable que, si el fariseo no sabe que la perfección está en la misericordia, le salga el desprecio hacia los que no cumplan sus expectativas. Quizá se olvidó de que cuando niño, aunque no tenía los sabios conocimientos de la Escritura, sabía lo principal: el amor que Dios le tenía, y que le perdonaba sus travesuras, como hacía cualquier padre.
Quizá, también nosotros hemos actuado unas veces como el fariseo, y en otras ocasiones como el publicano.
Por eso estamos en disposición de comprender a los que se porten como ellos, y tomar lo mejor de cada uno: la ciencia del fariseo y la humildad del publicano.
Precisamente san Pablo que era fariseo experto en teología, tenía también la sencillez de un niño. Así fue capaz de no intelectualizar sus conocimientos, sino aplicarlos a su vida. Y atreverse en su oración a decirle a Dios, Abba, Papá.
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LUCAS 18
9Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: 10«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano.
11El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. 12Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
13El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. 14Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
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