El año litúrgico acaba con la fiesta de Cristo Rey. Porque Jesús es el Señor de la Historia.
Por eso hoy le decimos a Dios:
–Haz que toda la creación, liberada del pecado, sirva a tu majestad (oración colecta).
Efectivamente, todo sirve a Dios, no sólo las cosas que llamamos buenas. Incluso los personajes más siniestros acaban sirviendo para que el Señor realice el bien.
Por eso Teresa de Jesús cantaba:
Nada te turbe
nada te espante
todo se pasa
Dios no se muda...
Un amigo Libanés me contaba la historia de un rey que pidió a uno de sus consejeros un lema para su escudo.
Al poco tiempo, este monarca tuvo que huir asediado por sus enemigos. Y el consejero le dijo que ahora necesitaría de su lema. Estaba escrito en su escudo de armas y decía: pasará.
Años después volvió el rey a su país con gran jubilo y gloria. Y el consejero entonces le dijo: –Majestad, no olvide que esto también pasará.
Todo pasa, pero Dios no, y todo lo utiliza para hacernos mejores.
Decía San Pablo que para los que aman a Dios todas las cosas sirven para el bien.
Porque Dios tiene todo amarrado. Es el Rey de la Historia humana: de la historia de las naciones, y también de nuestra pequeña historia personal.
–Haz que toda la creación, liberada del pecado, sirva a tu majestad (oración colecta).
Efectivamente, todo sirve a Dios, no sólo las cosas que llamamos buenas. Incluso los personajes más siniestros acaban sirviendo para que el Señor realice el bien.
Por eso Teresa de Jesús cantaba:
Nada te turbe
nada te espante
todo se pasa
Dios no se muda...
Un amigo Libanés me contaba la historia de un rey que pidió a uno de sus consejeros un lema para su escudo.
Al poco tiempo, este monarca tuvo que huir asediado por sus enemigos. Y el consejero le dijo que ahora necesitaría de su lema. Estaba escrito en su escudo de armas y decía: pasará.
Años después volvió el rey a su país con gran jubilo y gloria. Y el consejero entonces le dijo: –Majestad, no olvide que esto también pasará.
Todo pasa, pero Dios no, y todo lo utiliza para hacernos mejores.
Decía San Pablo que para los que aman a Dios todas las cosas sirven para el bien.
Porque Dios tiene todo amarrado. Es el Rey de la Historia humana: de la historia de las naciones, y también de nuestra pequeña historia personal.
–Tu, Señor, me guías por el sendero justo (cfr. Salmo Responsorial: 22).
Dios tiene presente todo lo que ocurre en el mundo. No se le escapa nada.
Además nada puede vencerle. El mal no podrá triunfar, aunque a veces dé la impresión de que esté acabando con el bien.
Esto sucedía en La historia interminable, en la que parecía que la nada acabaría invadiendo el Reino de Fantasía, gobernado por la Emperatriz infantil.
Pero el pecado, el mal, la nada, no tienen la última palabra. Incluso el Diablo, esa criatura maléfica por cuya causa entró el pecado en el mundo, es utilizado por Dios: es un instrumento de Dios, aunque le pese.
Lo mismo que un agricultor se sirve del abono, Dios se sirve del excremento de Satanás, que es el dolor, la mentira, el pecado, para que sus hijos maduren.
El Diablo no es el que tiene la última palabra. Aunque parezca que Dios está vencido y que el enemigo ha obtenido la victoria, el Señor nunca pierde.
Y cuando parece que pierde, es cuando más gana.
A veces Satanás se lleva su trofeo –en el caso de Troya, los vencedores se llevaron la escultura de un caballo– pero precisamente eso es lo que hace que el enemigo sea derrotado.
En la verdadera historia humana Satanás pensó que había derrotado al mejor de los hombres, interviniendo para que lo condenaran a morir crucificado.
Al mismo que proclamaban como Rey de los judíos, el Demonio consiguió que lo coronaran de espinas.
Y que en lugar de sentarle en un trono, le tumbaran y clavasen en un patíbulo de condenado.
El Demonio pensó que ése sería el trofeo de su victoria, y precisamente fue la señal de su derrota más apabullante.
Jesús era Hombre, pero también Dios; y su sacrificio sirvió para reconciliar al hombre consigo mismo y con Dios.
El sacrificio de Jesús en la cruz fue utilizado por Dios.
Y eso lo renovamos hoy en la santa Misa. Por eso le decimos en el ofertorio:
Al ofrecerte el sacrificio de la reconciliación humana, te rogamos, Señor, que Jesucristo, tu Hijo, conceda a todos los pueblos los bienes de la unidad y la paz.
Y en el prefacio decimos que Jesús «es la víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz»
Porque el Señor actúa en silencio, como hacían los soldados griegos mientras dormían los troyanos.
Que Dios haga las cosas sin ruido no quiere decir que no se entere de lo que esté pasando. Sino que todo lo gobierna con sabiduría y misericordia, como debe hacer un padre con sus hijos.
Así gobierna el Señor la historia de los hombres. Y hoy nos fijamos en el final: Jesús reinará.
El género humano empezó con un hombre que quería ser Dios. Y la historia terminará con la llegada de un Dios que ha querido hacerse Hombre.
Será la Segunda venida de Cristo, que no se sabe cuando sucederá. Lo que sí se sabe es que lo hará como Señor. Y, entonces, pondrá todo en su sitio.
Por eso nos dice San Pablo: «si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida» (1Cor 15,20-26ª.28: Segunda lectura de la Misa).
Cristo vendrá como Dios, como Señor, como el Pastor de su Pueblo. Todas son ovejas suyas. Las que se portan bien y las que se portan mal.
Nosotros mismos hay veces que somos como la oveja negra; y otras, de las que son dóciles al pastor.
David, en el Salmo 22, dice que verdaderamente el Señor es el pastor de cada uno de nosotros (cfr. Responsorial de la Misa).
Este profeta que, además era rey de Israel, en su juventud se había dedicado a cuidar un rebaño y describe a Dios así.
Y otro profeta, Ezequiel, nos habla de que el Señor juzgará a sus ovejas (Primera lectura de la Misa: 34,11-12.15-17). Porque
nos ha hecho libres: nadie nos obliga a hacer el bien.
Y si hacemos el mal también es porque nosotros queremos.
La primera oveja del rebaño, Adán, quiso ser como Dios. Quiso sustituirle.
Nosotros también tenemos esa tendencia y, a veces, ignoramos al pastor y no contamos con Él; incluso le desobedecemos.
En este aspecto, el Señor es claro, como se lee en el Evangelio (de la Misa: Mt 25,31-46): «Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros». Jesús nos habla de una separación.
Separará lo bueno de lo malo. No quedará mezclado, como está ahora.
Pero no pensemos en los buenos y en los malos, como si los malos fueran los otros.
Porque la línea divisoria entre el bien y el mal no está en ningún meridiano o paralelo, la línea divisoria está en nuestro corazón.
Cuando nuestro Rey venga, todo se aclarará, y pondrá orden en este inmenso rebaño de la humanidad.
Todo esto me recuerda a un libro que escribió un autor inglés que llevaba por título «El matrimonio entre el cielo y el infierno», en el que hablaba de que al final habrá una alianza entre Satán y Miguel, entre las cabras y las ovejas.
Y a este libro le respondió otro autor con una novela titulada «El gran divorcio». La titula así porque no puede haber ningún tipo de matrimonio entre el bien y el mal.
No se arregla el error de una suma, pasándolo por alto y siguiendo sumando: hay que rectificar el fallo, ir donde está el error y corregirlo, si no, el resultado es falso.
El mal ha de ser corregido, y es bueno que lo hagamos ahora que tenemos –¡cosa curiosa!– tiempo.
El amigo libanés del que hablé antes me contó otra historia.
La de un hombre que entró en el despacho que Dios tiene en el cielo. Y sobre la mesa vio unas gafas: las gafas de Dios.
Y este hombre no resistió la tentación de ponérselas, pensando que Dios no le veía en ese momento, porque estaría atendiendo otros asuntos.
Y al ponerse las gafas vio toda la malicia de los hombres: asesinatos, crímenes... un cúmulo inmenso de barbaridades.
Pero el Señor sí lo vio y le dijo: –¿Qué haces poniéndote mis gafas?
El hombre respondió con una pregunta, como suele hacer un hijo con su padre:
–Señor, ¿cómo aguantas tanta malicia?
Y Dios le respondió: –No debiste mirar, porque si quieres ver con mis gafas tienes que tener también mi corazón.
Efectivamente, el Señor ve la malicia del corazón del hombre, de todos los hombres que hemos existido. Y utiliza su misericordia para vencer el mal.
El mal ha de ser vencido y es el bien el que lo derrota.
«Jesús Nazareno, Rey». Eso es lo que leían los que contemplaban al Señor crucificado. La prueba más grande de la misericordia de Dios. Un Dios que es capaz de hacerse hombre y morir.
Todos veían a un hombre derrotado, menos la Virgen, que veía con las gafas de Dios, porque tenía también su corazón.
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