Hace años se reunieron en Granada miles de personas para
celebrar la llegada de la primavera haciendo un macrobotellón.
Había gente de muchos sitios. Además de los universitarios de
la ciudad, también vinieron de otras provincias.
Durante toda la tarde se vio un río de gente que iba con la
clásica bolsa de plástico con todo lo necesario. El ambiente era de ilusión, de
alegría por la que se iba a armar.
El día de
Pentecostés también se reunieron miles de personas en Jerusalén para celebrar la fiesta de la cosecha, que se tenía cincuenta días
después de la Pascua.
En griego la fiesta de la cosecha se traduce con la palabra
Pentecostés, porque se celebraba 50 días después de la Pascua.
Venían de Libia, Cirene, de la actual Irak. Casi todos eran
judíos nacidos y educados en países extranjeros, por eso hablaban lenguas
distintas. Aquello no dejaba de ser un espectáculo curioso.
En ese día los discípulos del Señor estaban reunidos en un
mismo lugar, unidos por el miedo que es lo más penoso que puede unir. Y, de
repente, llegó el Amor de Dios (cfr. Hch 2, 1-11).
«Se llenaron
todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar» (Hch 2, 4). Se llenaron del Espíritu Santo, que
produce los efectos del vino y empezaron a hablar.
De esta manera pasaron aquellos primeros cristianos del miedo
y de la tristeza a la ilusión, a la ilusión de la juventud, y así nació la
Iglesia (cfr. Prefacio de la Misa de Pentecostés).
En cambio, en el botellón de Granada algunos pasaron del
punto al coma, del puntillo al coma etílico.
Hay un filósofo español que ha escrito un libro que se
titula: «Breve tratado sobre la ilusión».
En castellano la palabra «ilusión» tiene varios
significados. Se habla de un «iluso» cuando una persona tiene ideas que no están
fundadas en la realidad.
Pero también el término «ilusión» tiene una carga positiva, por eso hay cosas que
llamamos «ilusionantes». Es la ilusión tan propia de los niños, los
locos y los borrachos.
Precisamente uno de los efectos del alcohol es transformar la
realidad y hacerte más
expansivo.
Me contaron que algunos locutores de radio, antes de salir en
antena se toman un copazo, para tener así más facilidad de palabra.
¡Cómo cambia la cosa cuando se tiene el cuerpo entonado!
Pues el Amor de Dios, el Espíritu Santo, es como el vino que
enardece, ilusiona y nos hace hablar con el lenguaje que la gente entiende, el
lenguaje del corazón.
Por eso le decimos con la Iglesia:
–Ven Espíritu divino (…) riega la tierra
en sequía.
–Entra en el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos (…). Infunde calor de vida en el hielo
(Cf. Secuencia de la Misa de Pentecostés).
Los Apóstoles «se llenaron del Espíritu Santo y hablaron de
las maravillas de Dios», nos dice el Libro de los Hechos.
Aquel día, los Apóstoles no se cortaron un pelo. De hecho la
gente que les escuchó estaba asombrada y perpleja. Tanto que se decían unos a
otros: –«¿Qué puede ser esto?». Y otros se burlaban diciendo: –«Están bebidos» (cfr. Hch 2, 12–13)
Dicen, y es muy probable, que la cerveza la inventaron los
monjes. Por algo sería...
Los Apóstoles estaban llenos del Espíritu Santo y, por eso no
les paró nadie.
San Pedro gritaría las maravillas de Dios en el idioma de la Capadocia. También Santo Tomás se pondría a hablar con
fluidez la lengua de los Partos, y San Mateo anunciaría el Evangelio como los
Bereberes del norte de África. Unieron a todos los que estaban allí hablando
del Amor de Dios en distintos idiomas.
Todos recordamos como la civilización antigua creó una torre
que acabó separando a los hombres de Dios, y a los hombres entre sí, porque no
hablaban el mismo lenguaje.
Eso fue Babel, el orgullo que condujo a la separación. Es lo
contrario de Pentecostés. Porque el Amor de Dios no tiene barreras. Nos lleva a
hablar en el lenguaje que todo el mundo entiende: el lenguaje del afecto.
Pero el lenguaje es un vehículo, lo importante es el
contenido. El mensaje que nosotros tenemos que transmitir es que tanto amó Dios
al mundo que nos entregó a su Hijo. Esta es la maravilla de Dios (cfr. Hch 2,
11).
El diablo no quiere que la gente sepa esto. Nos tienta para
que no hablemos de Dios. Nos mete la idea de que si hablamos, entonces los demás
nos mirarán como si fuéramos personas raras.
Nos mete miedo y vergüenza: ¿qué van a decir si invito a esta amiga para que vaya a Misa conmigo? o ¿qué pensará si le digo que haga un rato de oración o que se confiese...?
El tentador nos quiere convencer de que si hacemos como
apostolado vamos a perder puntos delante de los demás.
Pues quédate sin puntos como le sucede a los que
conducen borrachos. Quédate sin puntos, pero tú conduce a la gente al cielo.
–Ven, Espíritu Santo llena los corazones de tus fieles (Aleluya de la Misa de Pentecostés).
María es su Esposa. Está llena del Espíritu Santo. Ella nos
lleva al Señor casi sin darnos cuenta.
Con Ella el amor a Dios entra solo como el buen vino, y va
directo al corazón.
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