Los
santos lloraban meditando la Pasión del Señor. ¡Qué cosa más curiosa! Y casi
con toda certeza no era fruto del sentimentalismo.
¿Qué
es lo que les pasaba? ¿Por qué estallaban en lágrimas?
Ellos
no solo lo pensaban, como si aquello le sucedió a un personaje histórico.
Es
que querían mucho a Jesús.
No
es lo mismo que se muera la madre de una amigo a que se te muera tu madre.
Y
no es lo mismo que muera sufriendo una barbaridad a que tenga una muerte dulce.
Está
claro que los santos querían mucho al Señor. Y, cuando uno ve el sufrimiento de
los demás hace que te impacte más todavía: «ojos que no ven corazón que no
sienten».
–¿Porqué
sufrió el Señor tanto?
–Sufrió
tanto por un solo pecado mortal.
Por
un solo pecado mortal
–Y
¿por qué la gente que comete pecados mortales, le da como igual?
Es
duro, pero hay personas que conviven habitualmente con pecados mortales. Parece
que les da igual. Incluso compaginan el pecado mortal con una cierta vida
cristiana.
Hay
personas que ven una película de la Pasión y se enternecen. Pero
eso es un sentimiento pasajero, que no deja nada, que según viene se va.
Lo
hacen compatible con faltar un domingo a Misa porque no tenían ganas.
–¿Qué
sucede? ¿Por qué nos pasa eso? ¿por qué no lloramos como lloraron los santos?
Porque
no estamos allí, en el Calvario.
Vamos
a pedirle al Señor la gracia de estar, allí durante esta meditación.
Vamos
a pedirle también que le abandonemos –como los Apóstoles– cuando el Señor más
los necesita.
Sabemos
que después de haber pasado Jesús la noche sin dormir, lo presentaron a
Pilatos, y éste lo mandó azotar. Aquello fue tremendo.
La
columna y los verdugos
Había
una columna destinada a que los condenados sufriesen esta pena. Los verdugos
pusieron sus instrumentos, látigos, varas y cuerdas, al pie de la columna.
Esos
hombres habían azotado hasta la muerte a otros condenados, «parecían
salvajes y estaban medio borrachos», nos
cuenta Ana Caterina Emmerich.
Dieron
puñetazos al Señor cuando llegó, y le arrastraron, a pesar de que él se dejaba
llevar sin ninguna resistencia.
Entonces,
le ataron brutalmente.
Esta
columna estaba sola y no servía de apoyo a ningún edificio.
No
era muy elevada. Un hombre alto, extendiendo los brazos hubiera podido alcanzar
la parte superior.
Jesús
temblaba y se estremecía al ver lo que se le venía encima.
Se
quitó él mismo sus vestidos con las manos hinchadas y ensangrentadas de los
malos tratos de la noche anterior.
Los
verdugos le ataron las manos, levantadas en alto, a un anillo de hierro que
estaba en la parte superior de la columna.
Y
estiraron tanto sus brazos que, sus pies, atados fuertemente a la parte baja de
la columna, tan sólo tocaban un poco el suelo.
Y
empezaron a golpear, no solo por la espalda como se ve en la película The
Passion, sino por todo el cuerpo, también por las piernas y
la cabeza:
Arrancándole
la piel a cada golpe.
No
sé si has visto un flagelo romano. Sesenta de esos golpes eran suficientes para
matar a un hombre.
Tres
cuartos de hora
El
Santo de los santos fue extendido sobre la columna de los malhechores y
empezaron a golpearle.
Aquello
duraría unos 45 minutos. Los látigos estaban teñidos de rojo. Y como sabemos el
rojo, en aquella época, era el símbolo de la realeza. Así iban vestidos los
reyes.
Jesús
era Rey. Su cuerpo se vestiría del rojo de la sangre. Él que era el Hijo de
Dios temblaba y ser retorcía como un gusano.
Sus
gemidos dulces y claros se oían como una oración en medio de los latigazos, de
los gritos de los verdugos y de los insultos de la gente.
De
cuando en cuando había algún silencio, como el que ahora hacemos nosotros...
Y,
a lo lejos, se escuchaba el balido de los corderos pascuales que iban a ser
sacrificados en el templo.
Porque
Jesús es el Cordero que quita el pecado del mundo.
El
Señor solloza y gime de puro dolor. Él es el verdadero Cordero de Dios.
Cada
golpe es tremendo. La crueldad y el ruido de los azotes, hace que el público
haga gestos de dolor cada vez que le pegan un latigazo.
Otros
verdugos van preparando varas de espino para pegarle.
Cuando
la primera pareja de soldados ya están agotados y sudados por el esfuerzo,
viene la segunda pareja de verdugos, que llegan con ganas de ser más crueles
que los anteriores.
Estaban
medio borrachos, como dice Caterina Ememrich y no saben lo que hacían…
Como
una persona que no va a misa los domingos porque tiene sueño después de la
movida.
También
había varas con puntas de hierros. Las cogieron y se lanzaron como si fueran
perros rabiosos.
Como
tú y como yo cuando nos da un ataque de ira, y no nos damos cuenta que al que
estamos pegando es al Señor.
Por
todo el cuerpo
Los
golpes rasgaron todo su Cuerpo. Los flagelos romanos eran látigos que tenían en
los extremos garfios de hierro que arrancaban la carne a cada golpe.
Y
por eso saltaban a lo lejos como tiras de carne, del cuerpo del Señor.
El
cuerpo de Jesús se cubrió de manchas de distintas tonalidades: azules, rojas, y
otras casi negras...
La
sangre saltaba lejos y los verdugos tenían los brazos llenos de sangre como los
carniceros.
–¿Porqué
tanto dolor?
–Así
nos damos cuenta de lo que supone un pecado mortal, que es matar a Jesús.
Y
también nos damos cuenta de lo que es un pecado venial, porque le arrancamos al
Señor la piel a latigazos.
–¿Quién
puede tener la desfachatez de llamar a una mentira con el título de «piadosa»,
cuando causan esta carnicería?
Nos
daremos cuenta de esto en el purgatorio. Ojalá no vayamos.
El
Señor reza, llora y gime
La
segunda pareja de soldados ya cansada da paso a otros dos verdugos.
Al
no tener sitio donde golpear, dan la vuelta a Jesús. Lo desatan de la argolla,
y le ponen su espalda pegada a la
colunma.
Ahora
está de cara a los verdugos. Jesús los mira con los ojos llenos de sangre, como
pidiendo misericordia.
Entonces
cayeron sobre él.
Al
ver zonas blancas, sin golpear, se ensañan.
En
poco tiempo lo convirtieron todo en color rojo, azul o negro.
¿Qué
podemos hacer nosotros sabiendo esto?
Pedirle
perdón al Señor por las veces que le hemos flagelado, y nosotros sin saberlo.
¡Pero ahora lo sabemos!
El
gusano
Jesús
se estremecía, oraba y gemía cada vez con menos fuerza.
Tiene
su Cuerpo en carne viva. Está tan destrozado que la imagen bíblica que más lo
define es la del «gusano».
Lo
desatan de la columna y cae en el charco de su propia sangre, sin conocimiento.
Durante
las tres sesiones hay ángeles llorando en torno a Jesús. Sus lágrimas llevan al
Padre sus gemidos.
El
Rey está «estrenando un vestido nuevo»,
un nuevo manto púrpura natural.
Y
la Reina sufría junto a su hijo
María
acompañaba a Jesús. Sentía cada uno de esos golpes como si se lo pegaran a
Ella. Estaba pálida como un cadáver.
Y
a nosotros ¿nos afecta esto tanto como a la Virgen?
María
no había tenido ningún pecado. No había sido la causante de estos dolores, y
sin embargo «sufría porque amaba».
No
se trata de que echemos una lágrima sentimental, sino que, con la fe, nos
arrepintamos.
El primer
pecado fue iniciado por el orgullo y la desobediencia de una mujer. La
salvación nos vino también por la humildad y la aceptación de una Mujer: por su
hágase.
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