El Evangelio San Juan nos cuenta la petición que hace María a
Jesús en una boda. Puede parecer esta petición un tanto especial. Siempre
la boda de un hijo es un acontecimiento importante, que pone en jaque a muchas
personas: sobre todo a las madres.
Quizá puede parecer original que, el
milagro que pedía la Virgen, no tenga nada que ver con un asunto religioso.
También puede parecer raro que este primer milagro del Señor no sea la curación
de una enfermedad. Lo que le pedía María es que Jesús interviniese para que la
boda de unos amigos no se desluciese por falta de vino.
Y esto es tan humano, que a algunas
personas le puede parecer una rareza. La rareza de la Virgen en aquella
ocasión consistió en darse cuenta de lo que poca gente se dio cuenta.
Si te lees el Evangelio de San Juan se ve
perfectamente la sintonía que tuvo la Virgen con las necesidades de los
demás.
Sintonía
Y esto ¿por qué ocurrió? ¿Por qué la
Virgen se daba cuenta de las cosas de las personas que tenía a su alrededor?
Esto era así porque tenía sintonía con Dios. Tenía sintonía con las
necesidades de los demás porque tenía sintonía con Dios.
A nosotros nos ocurre lo mismo. También
hablando con Dios podemos vencer el egoísmo, eso que nos corroe a veces.
Pensar en nosotros mismos es fácil, pensar
en los demás ya es más complicado. ¿Cómo se consigue? Teniendo sintonía con
Él.
Como refleja el Evangelio María tenía
una química especial con Jesús. En aquella situación
parecía que el Señor le daba una negativa. La Virgen le hace una petición
y Jesús le dice: «todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,
4).
Pero su Madre sabe que aunque
parezca que dice que no, era que sí. Cosa curiosa porque si nos leemos
el texto parece que Jesús no accede a la petición. Ella consiguió del
Señor el milagro de convertir el agua natural potable en vino.
Y ¿por qué en vino? Porque el vino
representa la alegría, la fiesta. No era pensable una fiesta sin vino. Pero qué
sería una boda sin alcohol. Como suele pasar en las bodas cuando ya el ambiente
baila hasta la gente más tímida.
Pues para los judíos en aquella época el
vino era propio de las celebraciones del fin de semana, del sábat.
También de la fiesta principal, de la Pascua. Y por supuesto de las
bodas.
El vino alegra el corazón del hombre
«El vino alegra el corazón del hombre»
dice la Sagrada Escritura (S 104, 15). El vino es el símbolo de
felicidad, los que están en el cielo se siente una inmensa alegría.
La gente que está allí parece que está con
el «puntillo» cogido, son «bienaventurados». Esta
palabra significa «felices», porque a los que están en el cielo la felicidad le
sale por los poros.
Pero hay gente que piensa que Dios es un
ser triste. Un sacerdote me decía que una de las primeras correcciones que
recibió le llegó de una señora que frecuentaba la iglesia donde él confesaba:
–Oiga, en el confesonario no se
ría. –¿Por qué? Le preguntó este sacerdote desconcertado. –Porque
en la Confesión yo tengo que ver en usted a Dios, ¿y cómo voy a verle si usted
se ríe?
Y aquel sacerdote –muy joven entonces– no
le contestó nada a esa señora que podía ser su madre, sencillamente le dio las
gracias. Pero decía que tuvo pena, pues en ocasiones hemos podido
transmitir los cristianos la imagen de un Dios serio, de un Dios antipático, de
fácil enfado y siempre triste... A veces hemos dado una imagen falsa de
Dios.
Y Jesús, que siempre tiene que ir con
nosotros, es muy humano y muy alegre. Para eso acudimos a la oración. Y a veces
nos resulta aburrido estar allí. Sucede lo mismo que cuando en una boda nos
toca sentarnos con una persona sosa. Eso le puede ocurrir al Señor que intente
darnos conversación, decirnos cosas, y no consiga alegrarnos la vida.
Dios es muy humano y muy alegre. No
olvidemos que el cristianismo siempre será una explosión de alegría, como fue
en los primeros tiempos. La gente se maravillaba de la alegría de los
cristianos. Pues si alguna vez en tu vida falta la alegría, que es como el
vino, ve a pedirla a nuestra Madre, que aunque tuviese que «forcejear»
cariñosamente con Jesús, nos conseguiría la alegría, incluso «adelantando
los acontecimientos» si hiciera falta.
Antes decíamos que la conversión del agua
en vino fue un milagro curioso.
Un milagro curioso
El milagro que hace Jesús, a petición de
su Madre en Caná, parece que no tiene mucha relación con los otros milagros que
hace el Señor.
A nosotros se nos ocurre acudir a Dios
para que cure una dolencia, o intervenga para aliviarnos alguna otra necesidad
material o espiritual.
Pero a muy pocos se nos hubiera ocurrido
pedirle vino. Pues a la Virgen se le ocurrió. Y quizá nunca hubiéramos
pensado que Dios accedería a convertir el agua en un licor que no es necesario
para vivir.
Nos resulta muy audaz la petición de la
Virgen, y querríamos portarnos con el Señor con la misma naturalidad que tiene
María.
Pero por qué estamos viendo nosotros esto
del vino. Es que en la vida de Jesús –como en nuestra vida de cristianos– todo
lo que ocurre sucede por alguna causa.
Por eso nos preguntamos (como hace el Papa
Benedicto) por el sentido que tiene este milagro: que Jesús proporcione tan
gran cantidad de vino —unos 520 litros— para una fiesta privada. ¿Tendrá
algo que ver esto con su misión de redentor, o es solamente una anécdota
simpática al margen de lo que tenía que hacer en esta tierra?
Quizá puede parecernos que calificar las
bodas de Caná como un suceso importante en la vida del Señor es buscar los
cinco pies al gato, o rizar el rizo teológico excesivamente.
Para muchos este milagro tendría que ver
con un femenino capricho de la Virgen al que Jesús no se quiso negar, aunque Él
tuviera que adelantar sus intervenciones milagrosas.
Pero como nos hace ver el Evangelio no se
trata de un lujo caprichoso, sino de algo que tiene mucho que ver con lo que
Jesús tenía que hacer (cf. 2, 1-12).
Para empezar el Evangelista San Juan dice
una cosa «clave» para entender todo esto. Nos hace una indicación temporal
simbólica: «Tres días después había una boda en Caná de Galilea»
(2,1).
Parece recordamos los tres días que
pasaron entre la muerte y la resurrección del Señor (cf. Benedicto XVI, Jesús
de Nazaret, p. 296 ss). Y hay otro dato importante: Jesús le dice a María, su
Madre, que todavía no le ha llegado su «hora».
Anticipar la Cruz y la Resurrección
Pues, la hora de Jesús comenzó en la Cruz.
Era precisamente el preciso momento en el que los corderos de la Pascua eran
sacrificados. Y Jesús derramaba también su sangre como el verdadero Cordero.
Cuando en Caná Jesús habla a María de «su hora», es la hora de la Cruz,
que Jesús va a anticipar.
Esto es lo que está haciendo el Señor en
Caná. Jesús, ante el ruego de su Madre, anticipa simbólicamente, claro, su
hora. De esta forma se entiende lo que pasa.
Y además dio una señal. Cuando Dios
interviene y hace una cosa lo hace a lo grande. Porque la señal de Dios es
siempre la sobreabundancia. Dios se excede, por el cariño que tiene por cada uno
de nosotros. Y este «derroche» Dios se ve especialmente en la Cruz. Y también
en Caná, se ve simbólicamente este «exceso» de Dios en el «derroche» de
vino.
La alegría del vino está unida al
sufrimiento. Esto es lo que nos enseña el Evangelio: la alegría junto al
sufrimiento. El vino no es sólo símbolo de alegría, también simboliza el cáliz
de la pasión, la copa de la pasión.
Pero el vino del sufrimiento no es triste.
Jesús nos enseña que el sufrimiento no es triste porque en nuestra vida la cruz
está siempre unida a la resurrección. Si hay cruz también habrá resurrección.
Precisamente la cruz nos lleva a la alegría.
Podemos estar pasando una mala temporada,
pero de todo eso sacará el Señor grandes bienes. Precisamente Caná es un signo
de que ha comenzado la fiesta de Dios, el derroche de Dios, en Dios que se nos
entrega. Es una boda.
La boda
En Cana una boda se convierte en una
imagen: la boda de Dios con su pueblo. Jesús en alguna ocasión se presenta como
el «novio» (cf. Mc 2, 18s). Dios y el hombre celebran unas bodas, se
hacen uno: eso significa el matrimonio.
Dios y el hombre se hacen uno en Jesús,
que es Dios y hombre a la vez. Y el vino nos habla de esta fiesta
definitiva que Dios ha preparado. En esta boda en la que Dios se une con el
hombre el agua tiene un significado.
El agua además de para beber o lavarse era
utilizada por los judíos para la purificación. Juan el Bautista emplea
precisamente el agua como signo de conversión. Pues el agua que utilizaban los
judíos para la purificación se transforma en un signo de alegría. El agua
de nuestra vida se puede convertir en vino. Esta es la enseñanza.
El agua corriente se convierte en vino
El agua de la purificación, que mandaba la
Ley, se transforma en símbolo de la caridad.
En nuestra vida tenemos que purificarnos,
y el agua es signo del arrepentimiento. Si se lo pedimos a María conseguirá que
las cosas de cada día se conviertan, cambien. Se transformen en cosas alegres,
en este vino especial. Porque nosotros estamos invitados a esa boda.
Invitados a la boda
Además de San Juan, otro Apóstol que
estuvo presente fue Natanael. Como es sabido, Natanael, era del mismo Caná de
Galilea. Aunque era un hombre muy recto, la verdad es que no tenía muy buena
opinión de la gente de Nazaret.
Y su amigo Felipe no quiso contestarle
sobre si de Nazaret podía salir algo bueno o no. No se iba a poner a discutir.
Lo que hizo su amigo Felipe fue presentarle al Señor para que él juzgara por su
cuenta si Jesús de Nazaret era el Mesías.
Como sabemos cuando Natanael se encontró
con el Maestro desaparecieron inmediatamente todas sus dudas. Esto es lo que
tenemos que hacer con la gente llevarla al Señor.
Pero, por si fuera poco, unos días después
del encuentro de Natanael con Jesús, hubo una boda en su pueblo. Ya sabemos lo
que pasó. Cuenta una leyenda1 que su amigo Felipe aunque era tímido y con un
humor muy fino, cuando apareció el vino nuevo, le arrimó un vasito a Natanael y
le dijo:
–Prueba, a ver si te parece que de Nazaret
puede salir algo bueno...
Pero fue gracias a María por lo que Caná
de Galilea estuvo a punto de llamarse Caná de la Frontera.
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