Al comienzo del Evangelio de san Lucas nos narra el evangelista que Zacarías y Isabel querían tener un hijo.
No podían tenerlos y rezaban a Dios insistentemente.
Hasta que Dios escuchó.
Y estando Zacarías en el Templo, Dios le concedió el favor.
Isabel, su anciana mujer, tendría al pequeño Juan.
Visto con ojos humanos, podríamos pensar qué cosa más lógica: querer tener hijos y pedírselo a Dios.
La siguiente escena del evangelio de san Lucas no se desarrolla en un Templo.
Sino en un pueblo insignificante, ni siquiera mencionado en el Antiguo Testamento: Nazaret.
La protagonista es una virgen, dedicada por entero a Dios.
Y aunque estaba desposada con un hombre, no tenía ninguna intención de dejar descendencia.
Y sin embargo, nos cuenta san Lucas que un Enviado de Dios entró en aquella casa.
Para decirle a María que Dios la había escogido para ser la Madre de Dios.
A los ojos humanos, nos encontramos con una joven desposada, que vive en un lugar nada importante…
Pero a los ojos de Dios, aquella mujer es la llena de gracia, la nueva Eva, la Madre de todos los vivientes.
Dios también se dirige a nosotros de manera desconcertante.
A los ojos humanos, ¿quiénes somos nosotros para merecer el don de la vocación?
Pero Dios nos mira con ternura, nos llama por nuestro nombre y nos da el mejor regalo que podíamos haber recibido.
Y nos pide cosas pequeñas y grandes. En ocasiones nos parecen imposibles…
Zacarías no terminaba de creerse que su mujer pudiera tener un hijo. ¿Cómo podré yo estar seguro de esto?
María también se desconcertó ante el anuncio del Ángel:
¿cómo será esto si no conozco varón?
Y nosotros: ¿Cómo será esto pues no me veo capaz, pues tengo estas limitaciones, estos defectos?
Dios hará casi todo. Lo único que nos pide es que pongamos lo poco que está de nuestra parte.
Zacarías cumplió sus días de ministerio, María pronunció el fiat y nosotros hágase.
¿Y cuáles son los resultados?
A Zacarías, Dios le dijo:
Tu mujer concebirá un hijo.
A María, Dios le dijo:
ahí está tu parienta Isabel…
¿Y a nosotros? Ahí está la Iglesia, la expansión apostólica
Siempre los planes de Dios son los mejores. Él da vueltas y revueltas, pero al final nos gana.
No podían tenerlos y rezaban a Dios insistentemente.
Hasta que Dios escuchó.
Y estando Zacarías en el Templo, Dios le concedió el favor.
Isabel, su anciana mujer, tendría al pequeño Juan.
Visto con ojos humanos, podríamos pensar qué cosa más lógica: querer tener hijos y pedírselo a Dios.
La siguiente escena del evangelio de san Lucas no se desarrolla en un Templo.
Sino en un pueblo insignificante, ni siquiera mencionado en el Antiguo Testamento: Nazaret.
La protagonista es una virgen, dedicada por entero a Dios.
Y aunque estaba desposada con un hombre, no tenía ninguna intención de dejar descendencia.
Y sin embargo, nos cuenta san Lucas que un Enviado de Dios entró en aquella casa.
Para decirle a María que Dios la había escogido para ser la Madre de Dios.
A los ojos humanos, nos encontramos con una joven desposada, que vive en un lugar nada importante…
Pero a los ojos de Dios, aquella mujer es la llena de gracia, la nueva Eva, la Madre de todos los vivientes.
Dios también se dirige a nosotros de manera desconcertante.
A los ojos humanos, ¿quiénes somos nosotros para merecer el don de la vocación?
Pero Dios nos mira con ternura, nos llama por nuestro nombre y nos da el mejor regalo que podíamos haber recibido.
Y nos pide cosas pequeñas y grandes. En ocasiones nos parecen imposibles…
Zacarías no terminaba de creerse que su mujer pudiera tener un hijo. ¿Cómo podré yo estar seguro de esto?
María también se desconcertó ante el anuncio del Ángel:
¿cómo será esto si no conozco varón?
Y nosotros: ¿Cómo será esto pues no me veo capaz, pues tengo estas limitaciones, estos defectos?
Dios hará casi todo. Lo único que nos pide es que pongamos lo poco que está de nuestra parte.
Zacarías cumplió sus días de ministerio, María pronunció el fiat y nosotros hágase.
¿Y cuáles son los resultados?
A Zacarías, Dios le dijo:
Tu mujer concebirá un hijo.
A María, Dios le dijo:
ahí está tu parienta Isabel…
¿Y a nosotros? Ahí está la Iglesia, la expansión apostólica
Siempre los planes de Dios son los mejores. Él da vueltas y revueltas, pero al final nos gana.
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