Guardar el corazón
No entrar en la atmósfera
Caridad, castidad, humildad
GUARDAR EL CORAZÓN
Precisamente la virtud de la castidad es la que nos lleva a custodiar nuestro corazón. No es solo cuestión de fuerza de voluntad, o de contenerse de realizar algo malo. Es cuestión de Amor (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2331).
La castidad sin Amor de Dios se convertiría en decencia, sim-ple continencia o abstención. Así es que no se la puede definir “en negativo”, pues es una virtud que lleva a integrar, porque “la sexualidad abraza todos los aspectos de la persona hu mana” (Ibidem, n. 2332).
Y por eso, los problemas de lujuria, contrarios a esta virtud, no solo atañen a una parte de nuestro ser, sino que son signos de un desequilibrio interior.
La persona lujuriosa suele polarizarse en un aspecto, suele estar obsesionada y por el contrario la persona casta tiene la sexualidad integrada, dándole prioridad a lo más importante: el amor.
Y esta es una tarea que no puede darse por terminada. No es sensato pensar –de forma más o menos consciente– yo ya tengo esa virtud. Siempre es posible crecer en el Amor de Dios. No somos ángeles que tomamos una opción y ya está.
Somos hombres, seres con una inteligencia limitada, y nuestras acciones se desarrollan en el tiempo, donde hay posibilidad de dar marcha atrás, o de reafirmarse en el amor. Aumentar o estancarse, que es lo mismo que ir enfriándose poco a poco.
Por eso hay que custodiar el corazón, purificarlo constantemente. Y la custodia del corazón, se concreta en infinidad de detalles cada día.
La prudencia evita que surjan unos lazos de afectos que nosotros no podemos controlar. Porque aparecen de forma espontánea y son ciegos, en cierta forma.
Es conveniente, en ciertos casos, evitar que se dé un ámbito de confianza, incompatible con nuestra entrega a Dios, o a otra persona.
Por eso, en ocasiones, la prudencia nos llevará a evitar estar a solas, en lugares privados, con personas de otro sexo, en oficinas, coche, etc.
No es que seamos raros, porque no queramos relacionarnos con ciertas personas que nos atraen; es que por Dios o por un hombre hay que tener la valentía de “ser cobardes”: huir de la tentación. Y eso es ya vencerla...
El creerse fuertes –más tarde o más temprano– lleva a ser derrotados. Aunque, en un primer momento o los primeros días no ocurra nada. Pero ya sería, en cierta forma, un riesgo malicioso.
NO ENTRAR EN LA ATMÓSFERA
Porque los que estamos “comprometidos”, a través del matrimonio o con Dios, podemos tener amistades con personas de otro sexo, pero no pasar a una “esfera” impropia de nuestro estado.
Uno no debe entrar en esa “atmósfera”, que solo debe traspasar la persona con la que nos hemos comprometido, pero no otras. Evidentemente debemos relacionarnos con los del otro sexo, pero sin dejarnos atrapar por una intimidad inapropiada.
En muchos casos la guarda del corazón consiste en no pasar a la órbita de ciertos afectos.
La prudencia consiste en gravitar en una prudente amistad. Y por el contrario, si la distancia se acortara, y se entrase en la atmósfera “física íntima” de otra persona, sería peligroso, porque “allí” hay una “fuerza de atracción”, que es muy difícil de parar, y cada vez se hace mayor...
Los físicos me entenderán, porque ya lo dice la primera ley de Newton, la atracción es inversamente proporcional al cuadrado de las distancias.
Y todos hemos experimentado que la atracción que se siente con una persona de otro sexo, es en parte espiritual, pero también es pasional. ¿Y qué significa que es pasional? Que en cierta forma es ciega.
Por supuesto que debemos de ser educados y amables, pero con prudencia. Porque todos tendemos a la vanidad, a llamar la atención, a que se fijen en nosotros. Por ejemplo, mirar a los ojos (puertas del alma) y sostener la mirada: crea un nexo muy fuerte.
Y todo lo que nos lleva a entregar nuestra intimidad a quien no debemos, hace daño. Precisamente por eso, no se puede dar pie en que se fijen de forma especial en nosotros, si estamos ya comprometidos con una mujer, con un hombre, o con Dios...
Por eso es conveniente vigilar, fácilmente se puede dar lugar a un intercambio de afectos, que están destinados a otra persona.
Pero si sucede, no debemos plantearnos resistir solos. Lo prudente es abrir nuestro corazón a la persona que pueda ayudarnos. A un amigo experimentado con criterio cristiano, al sacerdote con el que habitualmente hablamos, podemos decirle con franqueza: –Me pasa esto... Y contar todo con pelos y señales.
Podemos hacer nuestra la oración de san Josemaría: Aparta, Señor, de mí lo que me aparte de ti.
Y luego tomar una serie de medidas... Pero podría ocurrir que con esas medidas no se venza el asunto. Entonces hay que pasar a la segunda fase: más distancia.
Si se ve que aquella atracción ha ido tomando cuerpo, hemos de estar decididos a poner tierra por medio, “en favor del amor” con el que nos comprometimos para siempre.
Además en el caso de que haya una afinidad de espíritu con otra persona el atractivo se ve aumentado.
Lo claro es que nosotros estamos hechos a imagen De Dios, y Él es una relación de Amor. Por eso también nosotros, hechos a su imagen, tenemos la posibilidad de crear vínculos de amor con la gente que nos rodea. A esto se une que Dios nos ha hecho varón y mujer, como dice la Sagrada Escritura (cfr. Gn 5, 1-2).
La sexualidad hace referencia a la afectividad, a esa capacidad que Dios nos ha dado de amar y procrear.
Es bueno que siempre hablemos de la castidad sea de forma positiva, pues ordena nuestro interior y nos a lleva a la paz.
Entre otras cosas es una virtud que conduce, que educa las pasiones, para que cumplamos con nuestro fin.
Y por eso el que no fuese capaz de controlarse a sí mismo, es difícil que sea capaz de liderar la vida de los demás, como han dicho los filósofos clásicos.
CARIDAD, CASTIDAD, HUMILDAD
Para el cristiano la castidad es una escuela de donación: dominio de sí para darse a Dios y a los demás. La castidad está enfocada como protección de la Caridad, pues nos ayuda a amar bien.
Y también nos ayuda a amar más porque hace que nuestro horizonte se dilate.
No puede sofocar nuestra afectividad porque nos haría envarados, gente rara, poco humanos. Y Dios no quiere estatuas de piedra.
Como le fue dicho a Ezequiel: Arrancaré de su cuerpo un corazón de piedra y le daré un corazón de carne (11, 19). Pues, podemos decir en nuestra oración: –Quítame mi corazón de piedra y dame un corazón de carne.
Desde luego, el Señor quiere que la lucha nos haga crecer en humildad y dependencia de Él, aún con riesgo de ofenderle.
Al entrar en la atmósfera de los afectos, hay como una concatenación que se sucede: de pensamientos, emociones, deseos, actos.
A los pensamientos es fácil llegar por las imágenes; y a las imágenes por los sentidos externos, sobre todo por la vista. Y cuando uno “olfatea”, como un sabueso, todo lo que le rodea, dejando que los ojos anden sueltos, no es extraño que los sentidos estén muy despiertos, pero el alma dormida. Y eso dificulta la intimidad con Dios.
A lo mejor no se trata de ofensas graves, pero dificultan la intimidad.
Hemos dicho que a los pensamientos suceden las emociones. Rechazarlos antes de darnos cuenta y no dejar que surja la pasión: pues con la pasión es difícil controlar la voluntad.
Con la pasión llega una cierta ceguera. Hay como una incapacidad de razonar: ya no oímos a la inteligencia que dice: esto no está bien.
Sin embargo lo más peligroso es un clima interior de sensualidad. Que se crea con pinceladas, pequeñas concesiones, e incluso pecados veniales, que dan como un sabor sensual a nuestra vida y, que sabemos, nos llevan a la tibieza de la caridad.
San Josemaría, al referirse a los enemigos del hombre, dice que son unos aventureros que intentan robarnos lo más grande. Le roban a Dios el Amor que Dios ha depositado en nosotros, lo roban para vendérselo a una criatura. Con tal de que no sea de Dios, todo vale (cfr. Camino, 708).
San Mateo, al hablar de estos tiempos, cita unas palabras de nuestro Señor: al desbordarse la iniquidad, se enfriará el amor de muchos.
Pero también es cierto que en tiempos difíciles siempre han sido unos pocos los que han dado la luz al mundo. Y para eso nos ha elegido el Señor, somos portadores de un fuego sagrado. O si se quiere, somos portadores de un anillo que el Señor de las Tinieblas desea poseer.
No es un problema solo de la actualidad, el diablo sabe que somos criaturas espirituales pero unidos a la materia, y nos tienta por el instinto básico, porque es quizá la pasión más fuerte, como lo testimonia la experiencia y los ataques del enemigo.
Para vencer en nuestra lucha. Se me ocurre que como la castidad es un regalo de Dios, convendría que se la pidiésemos a Él. He conocido a un santo que lo hacía después de la consagración de la Misa (cfr Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, Madrid 2002, p. 229).
Nuestro Señor busca humildad, porque es la tierra donde crece el amor. Y por eso suele castigar la oculta soberbia, el orgullo escondido, con lujuria manifiesta, con faltas de “castidad” que son patentes.
Acudamos a san José y a la Santísima Virgen para que nos concedan “esa” humildad de la carne.
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