viernes, 22 de marzo de 2019

2. NUESTRO MODELO



Por fin un nuevo Profeta 
La justicia de Dios es misericordia 
Jesús es ungido por el Espíritu 


POR FIN UN NUEVO PROFETA 

Conocer la vida del Señor nos ayuda a conocer la nuestra, pues muchas cosas de la vida de Jesús se repiten. En nuestra existencia terrena –como en la del Señor– las cosas no ocurren por que sí, están pensadas por la Providencia. 

Nuestro paso por la tierra depende en gran medida de la historia que hace siglos ocurrió en Palestina. Si meditáramos los misterios del Señor, encontraríamos luz para nuestra vida corriente.

Un día, los habitantes de Nazaret vieron como Jesús abandonó el pueblo, y se dirigía hacia Judea. Luego se supo que fue en busca de Juan el Bautista. Iba a empezar una nueva etapa en su vida. 

También nos sucederá a nosotros que, después de largos años trabajando donde ya estábamos hechos a esa tarea, el Señor quiere que pasemos página. Lo anterior formará parte de nuestro pasado.

María recordaba que el primer viaje del Señor en esta tierra fue también en busca de Juan. En aquel entonces la Virgen, embarazada, llevaba a Jesús en su interior, y el Bautista, que tampoco había nacido, saltó de gozo dentro de Isabel, su madre, al notar la presencia del Señor en el vientre de María.

Pero había pasado el tiempo, y Juan ya era famoso. La gente se decía que por fin Dios había enviado un nuevo profeta. 

En ese momento, con la predicación del Bautista, se hacen realidad las antiguas esperanzas: se anuncia algo grande. Ahora con Juan, muchedumbres iban a ser bautizadas por él, que predicaba la conversión mediante ese signo, el lavado. 

Había que reconocer los propios pecados, y llevar en adelante una nueva vida. El bautismo de Juan simboliza la limpieza de la suciedad de la vida pasada y, de esta forma, prepararse para la llegada del Enviado de Dios. El bautismo era un reconocimiento de los propios pecados, y el propósito de poner fin a la vida anterior. 

La Virgen sabía perfectamente que su Hijo no necesitaba de penitencia, y sin embargo Él fue también a ser bautizado por Juan. Pero el Bautista se negaba a hacerlo, porque sabía que en Jesús no había pecado. 

Después, María conoció las palabras del Señor cuando Juan se resistía a bautizarle: Cumplamos toda justicia (Mt 3, 15), dijo Jesús. 

LA JUSTICIA DE DIOS ES MISERICORDIA 

¿Pero de qué clase de “justicia” se trataba? Algunas veces, cristianos con formación no saben responder bien a esta pregunta. 

Es que había un plan, un bautismo de sangre, que debía cumplir el Señor para salvar a los hombres. Y ese plan se va a ir desvelando al comienzo de la vida pública con los misterios, que en el rosario, la Iglesia llama de luz. 

Tanto Jesús como Juan aceptan el plan previsto por la Trinidad. Y aunque Juan en un principio se desconcierta y no quiere bautizar al Señor, movido por las palabras de Jesús, accede a ello. 

Porque aquello podría parecer contradictorio, al no conocer perfectamente la lógica de Dios. Algunos, al pensar en Él, lo ven exigente y justo. Y otros, con una visión contrapuesta, lo consideran un padrazo amable. Pero Dios es uno, Dios es amor: su justicia tiene que ver mucho con la misericordia. Por supuesto que los pecados de los hombres habían de ser sanados. ¿Pero cómo? 

Después de la Resurrección todo se entendería perfectamente. Y como dice el Papa Benedicto, Jesús no había cargado en la Cruz con “sus” pecados, sino con las culpas de los demás hombres (cfr. Jesús de Nazaret, primera parte, Madrid 2011, p. 40). Y esta era la voluntad de la Trinidad. 

La justicia, la santidad que tenía que realizar tanto Jesús como Juan el Bautista, consistía en unirse con la voluntad del Padre. Porque la vida de Jesús, no tuvo otro objetivo que el plan misericordioso de Dios, para la salvación de la humanidad. Su nombre significaba “Yahveh salva”. 

Por eso, al comenzar su vida pública, Jesús empieza a pedir perdón a su Padre en nombre de toda la Humanidad, y lo hace yendo a recibir el bautismo de penitencia. 

La vida del Señor, no se entiende sin esta relación con el pedir perdón. Por eso si algunos negasen la existencia del pecado no encontrarían explicación al sacrificio de Jesús en la cruz, que Él aceptó desde el principio y, por tanto, no encontrarían sentido a toda la vida del Señor. 

Precisamente la tarjeta de presentación que empleó Juan, al mostrar a Jesús a los que le seguían, era llamarle el que quita el pecado del mundo. Juan, cuando presenta a Jesús, dice: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). 

Jesús es el Cordero que moriría por Pascua. Esa fiesta judía se celebraba cada año, como recordatorio de la liberación del pueblo hebreo de su esclavitud en Egipto. 

Yahveh les había dicho que cogieran un cordero que se inmolaba, sobre las tres de la tarde; y por la noche lo comían con verduras amargas mojadas en vinagre, para recordar la tristeza de la esclavitud. 

Juan acertó, la sangre de Jesús –el Cordero pascual– iba a ser la que lavaría los pecados del mundo. 

Jesús, en una ocasión preguntó a dos, que también habían sido discípulos del Bautista: ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con el que yo he de ser bautizado? (Mc 10, 38). El Señor se refería a su muerte en la cruz como un bautismo de sangre con el que nos iba a salvar. 

Resulta todo muy coherente. Lo que Jesús vino a hacer, lo representa ya desde el inicio de su vida pública. Como diciendo: 
He venido a esto. La justicia de mi Padre es misericordia para vosotros. Y vengo a realizarlo Yo.

 –“Por ahora” se hará la justicia de mi Padre mediante el agua; más adelante, al final de mi vida, se hará con mi sangre

Jesús, nos está dando luz sobre el misterio. Por eso es una pena que muy pocos mediten los pasos del Señor. El bautismo de Jesús en el Jordán, fue la anticipación de la muerte del Señor en la cruz, y también la anticipación de su resurrección. 

María, la mejor de los discípulos de Jesús, también querría ser “bautizada” con Él, y “beber su cáliz”. Ella, estuvo junto a la cruz de su Hijo, colaborando en la redención: sufrió también por los pecados de la humanidad, aunque personalmente no tenía ninguno.

Por eso Dios Padre reservaría a la Virgen el puesto a la derecha de Jesús, en su Gloria, porque había estado en ese sitio también cuando Jesús “reinaba” desde el madero (cfr. Mc 10, 41). 

Nosotros tenemos pecados: agradecemos a Jesús, y a su Madre, que hayan padecido en nuestro lugar. Queremos que nuestro agradecimiento se convierta en imitación. 

Al considerar el bautismo del Señor recordaremos que en esta vida debemos padecer por los demás, siguiendo las huellas de nuestro Maestro. Para eso somos cristianos, para decirle a Jesús: –Con tu ayuda “podemos

Podemos “beber” lo malos tragos, las injusticias que nos hagan; podemos responder bien por mal; podemos rezar por los que nos persiguen y calumnian; podemos llevar la cruz de cada día junto a Jesús, “detrás de Jesús”, siguiendo su ejemplo. 

Y si bebemos su cáliz, y “somos bautizados” entonces nos pondrá en los primeros puestos. 

No a la derecha, que está reservado para su Madre, ni tampoco a la izquierda, que es el sitio que –sin duda– ocupará san José. 

Pero estaremos en lugares destacados en la medida que hayamos salvado almas para Cristo. En esta vida, sufrir hemos de sufrir, hemos de pasar por “este bautismo”, pero no olvidemos que por la cruz llegamos a la luz. 

También nosotros podemos no entender los planes de Dios, que parece que quiere humillarse ante el mundo. Quizá nos escandalizamos de las humillaciones que recibe la Iglesia de Cristo. Quizá nos desconcierta que los buenos ocupen el lugar de los pecadores. Por favor, meditemos el Bautismo del Señor. Todo eso forma parte de un plan. Los mejores miembros de la Iglesia de Cristo llevarán los pecados de sus hermanos. Así se salvarán. 

“Por el momento hemos de actuar con toda justicia” y aceptar su voluntad, llena de sabiduría y misericordia. Ya vendrá, después, la resurrección

Como dijo el pensador inglés: “La cristiandad ha pasado por una serie de revoluciones, en cada una de las cuales ha muerto pero para resucitar; porque su Dios sabe cómo salir del sepulcro” (cit. por Joseph PEARCE, G. K. Chesterton. Sabiduría e inocencia, Barcelona 1997, p. 400). Porque Jesús al salir del agua del Jordán estaba significando su resurrección del sepulcro. 

Y después de ser bautizado por Juan, en ese momento Jesús es ungido (cfr. Joseph Ratzinger-Benedicto, Ibidem, p. 49). 

JESÚS ES UNGIDO POR EL ESPÍRITU 

Cuando Jesús sale del agua (cfr. Mc 1, 10-11), se oyen las palabras de satisfacción de Dios Padre, que ante la obediencia de Jesús exclama: Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he complacido

Y una paloma reposa sobre Él. Es en este momento en el que como Hombre recibe la “unción” reservada a los sacerdotes, a los reyes y a los profetas en Israel (cfr. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Ibidem, pp. 49-50). 

Pero Jesús no es ungido con aceite, sino con el Espíritu Santo, que en ese momento aparece en forma de una criatura pacífica. Jesús recibe la unción del Espíritu Santo en el momento del Bautismo; por eso es el Ungido, el Cristo, que habían esperado las personas piadosas de Israel. 

En la vida del Señor, el Bautismo es un momento de especial trascendencia. El cielo se rasga para manifestar la personalidad del Hijo de Dios. En el Bautismo aparece toda la Trinidad desvelando el misterio más grande de nuestra fe

También nuestro bautismo tiene mucha importancia. Entramos a formar parte de la vida íntima de la Trinidad. Por medio de Jesucristo, de su pasión, muerte y resurrección, Dios Padre ha querido identificarnos como hijos suyos. 

En el rito romano, después del bautismo, tiene lugar la unción con el sagrado Crisma, en el que el celebrante hace referencia a que, mediante el bautismo, hemos recibido una nueva vida, y como miembros de Cristo recibimos esa unción, como Jesús, que es sacerdote, profeta y rey. 

Somos humanos como Jesús, y gracias a los méritos obtenidos por Él, hemos sido elevados a su misma categoría divina. 

En la sangre de Cristo somos lavados y ungidos, con el Espíritu Santo, y adoptados por el Padre, que nos reconoce como hijos suyos. 

Tendría yo unos ocho años cuando mi madre me comunicó que yo era adoptado. Dicen que lo conveniente es irlo diciendo poco a poco. Pero recuerdo que, antes de recibir la Primera Comunión, mi madre me lo dijo. Me reveló que aunque ella y mi padre me habían estado cuidando hasta esa fecha, no eran mis verdaderos padres. Ellos eran solo mis padres biológicos, porque en realidad mi Padre era Dios. Yo me llevé una gran sorpresa, y fue una satisfacción, que el mismo Dios quisiera adoptarme. Precisamente es el bautismo la ceremonia de nuestra adopción. 

Jesús, al recibir el bautismo junto con la unción del Espíritu Santo, asume la dignidad de Rey y de sacerdote en Israel. Desde aquel momento, se le asigna una misión peculiar como Mesías, el Ungido de Dios. (cfr. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Ibidem, p. 49). 

Para sorpresa nuestra, la primera “disposición del Espíritu Santo lo lleva al desierto para ser tentado por el diablo (Mt, 4, 1)” (cfr. Ibidem, p. 50). 

Jesús tiene que superar allí una gran prueba. Y para prepararse, reza. Es precisamente en el recogimiento de la oración donde recibe las armas para luchar interiormente y ser capaz de no desviarse de su misión. 

Jesús tiene que reinar, pero no a través del poder, sino por medio de la humillación de la cruz. Y como Sacerdote debía realizar el sacrifico en su propio cuerpo. Jesús ora y se mortifica para aceptar su camino de Rey crucificado. Satanás le presentará las glorias de los triunfos humanos, pero Él las rechaza. Porque le desviarían de su misión: salvar a los hombres, con su bautismo de sangre y con su resurrección. 

Al ver tantos fracasos en la vida de los buenos cristianos podemos rebelarnos, sentir que son los fieles a Jesucristo los que tendrían que tomar el poder, y ser premiados en esta vida. Pero la mayoría de las veces no es así. No hay que intranquilizarse si la verdad sale mal parada algunas veces, porque Dios de los males saca bienes. Y el fracaso de los Santos no es la última palabra. 

Tenemos que ser bautizados con la misma sangre de Cristo, beber de su cáliz. Ya vendrá la resurrección de las almas. Pero no el poder y la gloria humana. Esto lo iría entendiendo poco a poco la Virgen. Según se iban desarrollando los misterios de su Hijo, Ella iba meditando, como siempre.

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