Hay unas palabras del Señor que pueden parecer sorprendentes. Son estas: el que quiera venirse conmigo que tome su cruz y me siga.
Una de las cosas más difíciles, sobre todo en una adolescente, es aceptar serenamente lo que no se espera.
Hay un libro que lleva como subtitulo: Experiencias de amor y dolor vividas por una adolescente.
Trata de la historia de una chica llamada Alexia, que está en proceso de canonización. Una niña querida y admirada por infinidad de personas en el mundo entero.
A las 11.05 de la mañana del jueves 5 de diciembre de 1985, en plena Novena de la Inmaculada, se dormía en los brazos de la Virgen Alexia González Barros. Tenía 14 años. (cfr. Alexia, M Victoria Molins, p. 9)
LA ENFERMEDAD
Había tenido siempre buena salud. El dolor físico se introdujo en su vida de repente, sin pedir permiso.
Tenía un dolor fuerte en el cuello. El doctor que le atendió no se explicaba como había podido aguantar sin quejarse.
El médico le dijo que tenía que estar en cama, inmóvil, boca arriba. Cualquier movimiento mal hecho podía dejarla paralítica para siempre.
La operaron y, después de 42 días en el hospital salió muy contenta. Pero, poco después, empezó a moverse con torpeza. Le hicieron otras pruebas, y le diagnosticaron un tumor. Ahí comienza su verdadera historia, su experiencia de amor y de dolor (cfr. pp. 19-23).
Es una historia de alguien que sufre pero que no se siente solo, sino acompañado por Dios. Alexia encontró en Jesús la fuerza necesaria para santificarse con su enfermedad.
Señor tú eres mi fortaleza. Que nunca me encuentre solo.
Su historia es la actuación de Dios, a la que no estamos acostumbramos, sobre todo en un mundo como el nuestro donde se olvida tantas veces la acción extraordinaria del Señor (cfr. p. 19).
ALEXIA Y JESÚS
Una persona que la conocía escribe: Yo la conocí desde muy pequeña en el colegio… nunca dejó de hacer la visita al Señor de manos de su madre (p. 9). Allí, en la capilla del colegio, le había dicho al Señor muchas veces unas palabras que le han hecho famosa: Jesús, que yo haga siempre lo que tú quieras (p. 31). Se las podemos repetir ahora al Señor: Jesús, que yo haga siempre lo que tú quieras
Jesús maestro, así se llamaba su colegio. Y Jesús, maestro, le enseñó el camino de la cruz, el camino del amor. Ese camino no lo iba a recorrer sola, iban a ir juntos.
Necesitamos que el Señor nos enseña la ciencia de la cruz. A simple vista, sin fe, lo que le pasó a Alexia no se entiende, como tampoco se entiende la muerte de Jesús en la cruz.
Como, a veces, podemos no entender cosas que nos ocurran en nuestra vida y que nos hacen sufrir, pero con el Señor se llevan bien. El nos entiende porque quiso sufrir por nosotros.
INJURIAS AL REY
Dice el profeta refiriéndose a Jesús: «Ofrecí la espalda a los que me apaleaban» (Primera lectura de la misa: Is 50,5–9a). Isaías con estas y otras palabras, profetizó lo que tendría que sufrir el Señor.
Normalmente a un rey se le debe respetar. Es delito injuriarle. Los judíos pensaban que el Mesías, su futuro rey humano, iba a hacerse respetar por todos. Pero Jesús no venía a ser rey mediante la honra, sino la deshonra.
Es difícil entender los caminos de Dios. Para comprenderlos tenemos que pedirle que nos abra la inteligencia.
Señor, hazme entender tus caminos. Que yo haga siempre lo que tu quieras.
En el Evangelio vemos como San Pedro tenía una idea equivocada de Jesús Rey, por eso el Señor le corrige tajantemente (cfr. Mc 8,27–35).
La fe de Pedro todavía era imperfecta porque no había asimilado la cruz. Y, por eso, Jesús le aclara: «el que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga».
EL PESO DE LA CRUZ
Estar con Jesús, dice san Josemaría, es, seguramente toparse con la cruz, porque el Señor quiso sufrir en ella.
Después de que le diagnosticaran el tumor, Dios le pidió a Alexia, además del dolor físico, también que sufriera la soledad y un ambiente hostil en el hospital.
Las enfermeras no le dieron mucho ánimo al enterarse de lo que tenía. A una de ellas le preguntó: ¿Mi enfermedad es grave? Sí, muy grave, le contestó.
¿Cree usted, siguió preguntando, que saldré de la anestesia? Esperemos que sí, le respondieron. Y ella pensó asustada: creí que me moría. (24)
Lo pasó mal aquella noche. Al pedir que le movieran las piernas le respondió: ¿qué pasa es que tú no puedes? Algunas ni siquiera se habían preocupado de enterarse de qué es lo que le pasaba, por eso no sabían que estaba paralítica (cfr. Pp. 23-25).
El tratamiento que le pusieron le hacía vomitar una vez cada 10 minutos, y así durante 24 horas. Como no podía moverse vomitaba boca arriba. Le ponían toallas para no mancharse, pero no había manera.
Con una serenidad que solo la da Dios, le decía a su madre: mamá, por favor, creo que me he manchado un poco por aquí.
A veces su madre la oía llorar bajito: ¿qué te pasa, mi vida? ¿Qué tienes? Mamá, respondía, soñé que andaba.
TODO UN CALVARIO
Cuando volvieron con la quimioterapia, se lo dijeron y parecía tranquila. Llegó la enfermera con el suero y se le llenaron los ojos de lágrimas. Su madre le dijo: llora, hija si quieres, te hará bien. No mamá para qué.
Pasó otras 24 horas vomitando, mareada y con un terrible malestar. Quedó agotada. En ella el cansancio era mayor porque su postura era muy forzada. Nunca se quedaba completamente cómoda. Al estar boca arriba no lograba vaciar el estómago y eso aumentaba considerablemente las molestias (cfr. 23-39).
LA IDEA QUE TENEMOS DE NUESTRA VIDA
Muchas veces pensamos que nuestra vida va bien cuando nos aprecian o nos halagan, cuando valoran lo que hacemos o nos salen las cosas como esperábamos.
La idea de nuestra vida es la del triunfo, el éxito. Y, si este no llega, entonces pensamos que hemos fracasado.
La vida de Alexia, con estos criterios es un fracaso. Morir a los 14 años y habiéndolo pasado muy mal.
Esto nos pasa porque nuestra fe es imperfecta. No entendemos la cruz, como San Pedro, y cuando viene nos entristecemos.
Jesús, auméntanos la fe para entender tu cruz.
FRANKESTEIN
La ingresaron en Pamplona. Allí, no se quejaba ni perdía el sentido del humor. Tenía una escayola y un halo metálico alrededor de la cabeza sujeto con 4 tornillos que, a través de la piel se apoyaban en el cráneo.
Así la fijación de las cervicales era perfecta. Era algo aparatoso pero no incómodo. Cuando pasó la familia a verla, en la UCI, a través de los cristales, su aspecto era impresionante.
Su hermano por poco se marea. El aparato, la entubación, los cables que vigilaban sus constantes le daban un aspecto alucinante. Se fue recuperando y empezó a comer.
Cada diez días le apretaban los tornillos de ese aparato para mantener la misma presión. Al verse así, con todo eso puesto, comentaba divertida: ¡la verdad es que con este aparato parezco Frankenstein! (cfr pp. 35–36).
LA DESPEDIDA
Antes de llevársela a Pamplona quiso despedirse de sus compañeras de clase. Realmente lo que quería era despedirse del colegio.
Hizo que compraran flores para la capilla y bombones para profesoras y compañeras. Fueron en coche hasta el patio y desde el patio, en silla de ruedas hasta la clase.
Las niñas pequeñas que estaban en el patio, jugando la miraban con curiosidad, pero a ella eso no le importaba porque estaba en su colegio, en el lugar donde había disfrutado tantos años.
Fue a su capilla para dejar a la Virgen un ramo de flores, e hizo la visita el Santísimo como tantas otras veces (cfr. p. 31).
¿POR QUÉ LA CRUZ?
Somos cristianos. Lo nuestro es seguir a Jesucristo. Hemos venido, como él, a salvar almas.
Y lo haremos muriendo en la cruz. Si queremos seguirle tenemos que llevarla detrás del maestro. Por eso, no es de Dios lo que nos separa de este camino.
Como en el caso de Jesús y de Alexia, la cruz en nuestra vida siempre tiene una explicación. Hay que acudir al Señor para que nos abra la inteligencia y nos haga ver su sentido.
Santiago dice que nuestra fe no puede ser teórica, sino que tiene que estar pegada a la realidad. Y la realidad es que la cruz se da en nuestra vida. Hay que utilizarla, como hizo Alexia.
Como esto es difícil de entender y de llevar a la práctica hemos de pedirlo. Los santos, ante las contrariedades, se ponían a rezar y experimentaban la ayuda del Señor. Por eso dice el salmista: «estando yo sin fuerza, me salvó» (Sal 114: responsorial).
DIOS AYUDA
Cuando iba ya por la cuarta operación, una monja, admirada de verla siempre contenta y sonriente, le dijo: que valiente eres, Alexia. Y ella le respondió: no, sencillamente es que Dios me ayuda. Y la religiosa visiblemente emocionada añadió: hija, que alegría oírte decir esto (cfr. pp 37–38).
Cuando le dijeron la primera vez lo que tenía, Alexia escuchó con serenidad. Al quedarse a solas con su madre, le dijo: Mamita, no me dejarás ni un momento, ¿verdad? Tengo miedo. (p. 20). La Virgen, como a Jesús, no la dejó nunca. La quería mucho, por eso mandaba comprar flores para ella cuando estaba ingresada en Pamplona todos los sábados. Allí vino a buscarla nuestra Madre, a la habitación 205, un 5 de diciembre, durante su novena.
La Virgen no nos dejará cuando caminemos con la cruz a cuestas. Ella es la madre del crucificado.
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