La Escritura nos aconseja que busquemos constantemente al Señor. Sin cansarnos (cfr. Sal 104, 3-4).
Él es el tesoro de nuestra vida. Lo único que merece la pena.
En el Éxodo se narra como, estando en el Sinaí, el Señor le dice a Moisés que baje del monte y vuelva con su pueblo porque se «ha pervertido».
Se han desviado del camino que Dios les marcó y se han hecho un «novillo de metal» (Ex 32, 7-14).
Todos recordamos la narración que hace el Antiguo Testamento de la salida del pueblo judío de Egipto.
Huyeron ceñidos los lomos, con pan sin levadura y lechugas silvestres.
Dos cosas se recuerdan de aquello: la nube que acompañó constantemente a Israel guiándoles y ocultándoles de los egipcios que los perseguían, y paso milagroso por el Mar Rojo.
Yavhé los cuidó y los liberó de sus enemigos. La mañana siguiente a la huida, los egipcios habían muerto.
Atrás dejaron todo: casas, muebles, una vida más o menos cómoda... Pero, a pesar de la pobreza, estaban felices porque eran libres.
Pasaron los días y las semanas. La sensación de libertad y de alivio, quizá fuera desapareciendo poco a poco, a todos nos pasa.
A lo mejor empezaron a echar de menos lo que dejaron. Recordarían lo tranquilo que resulta vivir en un sitio fijo, la variedad en las comidas, dormir protegidos del viento, de la lluvia, el frío…
Cuando se piensa mucho en lo que se ha dejado, es porque se está descontento con lo que se tiene.
Por eso, cuenta la Escritura, que se quejaban por las incomodidades del camino.
Dentro de esa atmósfera de insatisfacción, ocurrió lo que nos cuenta la primera lectura: se hicieron un becerro de oro, una imagen del dios egipcio Apis.
La cosa era grave. Cambiaron a Dios, que les había sacado milagrosamente de la esclavitud, por «un toro que come hierba» (cfr. Sal 105).
Es como si una persona cambiara a su padre por un peluche.
¡Así actuó Israel, pueblo duro de mollera, a los cuidados de Yavhé!
Pero, nos podemos preguntar: ¿de dónde salió el oro para fabricar el ídolo?
Si nos fijamos en la respuesta que le dio Aarón a Moisés, parece que se lo llevaron cuando huyeron:
–«Trajeron lo que tenían y me lo dieron; lo eché al fuego, y de él salió este becerro» (Ex 22, 24).
No lo dejaron todo. Se llevaron cosas para por si acaso. Cosas que, por otro lado, en el desierto les iban a servir de poco.
¡Qué diferencia con Dios, que nos entregó todo lo que tenía: su único Hijo! (cfr. Jn 3, 16).
A Jesús le pasó lo mismo que a Moisés. Nació en la tierra y se encontró al pueblo elegido que estaba en otra honda. De hecho, no le creyeron.
A los judíos les faltaba amor de Dios, por eso no le reconocieron. Estaban apegados a sus tesoros: su poder, sus leyes, sus tradiciones...
Estaban tan cegados que ni siquiera las Escritura les servían para aclararse (cfr. Jn 5, 31-47).
El Señor nos ha dado los medios para estar libres de cosas y dedicarnos totalmente a Él, por mucho que Satanás, el enemigo, nos persiga y nos tiente.
–Señor danos la gracia de estar pendientes solo de ti.
Debemos tener el corazón libre, sino estaremos esclavizados por cosas o por personas.
Ahora, en la presencia de Dios, vamos a preguntarnos: ¿echo de menos cosas, planes o situaciones? ¿Le doy vueltas y revueltas para disfrutar por lo menos en la imaginación?
Como las señoras que se paran en los escaparates para ver cosas bonitas que querrían tener en sus manos ¡ya!
¿Nos enfadamos porque no podemos ir a tal sitio o estar con esa persona?
¿Donde tenemos la cabeza? ¿Estamos a disgusto porque todo lo que hacemos es demasiado ordinario?
Todo esto no son pequeñeces. No podemos vivir como resignados: si no echo nada de menos pues mejor, y si lo echo de menos, pues ya se pasará.
Esto es importante porque sino el Señor para nosotros dejará de existir. Y a Dios lo necesitamos como un buzo necesita sus bombonas de oxígeno. Si falta se acabó.
Podemos estar pendiente de una comida, de una peli, o de la ropa, de un plan, etc., y de Dios poco.
Gollum, el famoso personaje del Señor de los Anillos, no vivía más que para una cosa: el anillo. Ese era su tesoro. Todo lo que sucedía alrededor le daba igual.
Su vida tenía solo un objetivo: recuperar algo que le pertenecía o creía que era suyo.
Había pasado tiempo desde que lo perdió. Eso no importaba, lo tenía en la cabeza. Lo pensaba y lo recordaba una y otra vez.
Por eso, en cuanto surgió una posibilidad de recuperarlo, sigue la pista sin descanso. Se mueve con astucia, engaña, muerde, mata, no come, le da igual quién es el bueno y quién es el malo.
De Gollum todos se acuerdan del ansía con que pronuncia «mi tesssssoro». También de las conversaciones que tiene consigo mismo, de sus luchas interiores para seguir con su plan o rectificar.
Nosotros también tenemos luchas interiores:
–Cómo podré hacer para cambiar de portátil o teléfono móvil; conseguir un coche o montarme un plan y cenar en una pizzería; conseguir ver esta película…
A veces perseguimos sin cansancio cosas que hemos dejado, que ya no nos pertenecen: nuestro tiempo, una comida familiar inaplazable, uno pantalones que no necesitamos, un viaje…
Buscamos cosas extraordinarias para salir de la rutina y que nuestra vida no sea tan aburrida e incómoda.
Ponemos el corazón donde no debemos y, además, hacemos todo lo posible para conseguirlo.
Y, sino lo conseguimos, nos enfadamos o pensamos que no nos entienden.
Nuestro tesoro es el Señor. Ahí está en una caja fuerte porque tiene un valor incalculable. Y está también en el corazón. Es un tesoro que, cuando se tiene, no te hace echar de menos nada.
A Moisés ni se le pasó por la cabeza el disparate del becerro. Era imposible porque estaba con el Señor en lo alto del Sinaí.
–Señor ayúdanos a buscarte constantemente, a elegirte en mis conversaciones interiores.
Cuenta la Historia Sagrada que los causantes del becerro fueron duramente castigados.
Yavhè los mandó eliminar y Moisés ejecutó su voluntad. Se cortó por lo sano.
«Nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas».
Es tan importante esto que lo es bueno meditarlo con calma y con frecuencia.
Necesitemos dejar el corazón a los pies del Señor, joven, vibrante, entero, como decía San Josemaría, en el Sagrario, sino, tarde o temprano traiciona.
Judas tenía el corazón y la cabeza en otras cosas. Treinta monedas bastaron para separarlo definitivamente de Jesús.
No fue algo repentino lo suyo, venía de lejos. Se tiró unos años funcionando como si fuera un discípulo más.
Al final todo le molestaba: «¿Por qué no se ha vendido este perfume en trescientos denarios, que se hubieran dado a los pobres?» (Mc 14, 5).
Días después lo traicionó. Fue haciéndose poco a poco su propio tesoro. Terminó mal.
Tenemos que estar siempre en guardia, porque somos un poco más débiles de lo que pensamos.
Debemos tener ceñidos los lomos. Si nos quedamos enganchados a cosas, al final nos podemos desgarrar.
Es importante darle un golpe mortal a esas tendencias, cortar por lo sano, no dejarlas pasar porque sino nuestro Amor peligra.
Cuando Chesterton se casó, a parte de que se le veía el precio de los zapatos nuevos al arrodillarse, llegó a su casa y, al ver tantos regalos, dijo que se sentía como el joven rico: triste, porque tenía posesiones.
Ese es el precio nuestras riquezas: la tristeza y la traición.
–Madre nuestra, ayúdanos a tener el corazón desprendido de todo, menos de Dios.
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