viernes, 5 de septiembre de 2008

TIBIEZA

El enemigo de la santidad no está en las miserias, sino en la falta de deseos de ser santos.

No querer ser santo implica no estar dispuesto a querer a Dios con toda el alma.

La hermana de Santo Tomás le preguntó un día: –Tomás, ¿qué se necesita para ser santo? y le respondió: –quererlo.

–¿Tú eres santo? Esa fue la pregunta que le hizo a bocajarro una niña de Tercero de Primaria a un sacerdote. Es como si le hubiera dicho:
–¿tú quieres a Dios todo lo que puedes?

Pues no, no soy santo. Y la niña:
–¿No? Y… ¿por qué?

Eso, ¿por qué no somos santos? Es una buena pregunta para hacerse ahora, teniendo a Dios tan cerca. ¿Por qué no te queremos con toda el alma?

Señor, danos deseo de quererte todo lo que podamos. Asegura mis pasos, que te sirvamos fielmente (cfr. Sal 118, 133: Antífona de entrada y Oración colecta).

El enfriamiento de la vida interior no nace de una caída, sino del empobrecimiento del amor de Dios.

Es muy fácil en el mundo en el que vivimos, en el ambiente que nos rodea, que se enfríe la caridad y se ensucie nuestro corazón.

–Que te queramos con un amor limpio en medio de tanta porquería. Que mi mente te adore sin doblez, sin engaños.

Se intenta muchas veces hacer compatible el servir a dos señores: Dios y la moda, Dios y el confort, Dios y la playa, o la propia vanidad, el frivoleo...

Querer al Señor es una decisión que llena.

–Tú, nos comunicas espíritu y vida. Solo Tú tienes palabras de vida eterna (cfr. Jn 6, 63B. 68B: Versículo antes del Evangelio).

¿Qué hacemos para que no se enfríe nuestro amor a Dios, para quererle con todas nuestras fuerzas?

En una tertulia con San Josemaría en Valencia, una niña más bien bajita se levantó decidida y le dijo: –Padre, tengo 12 años.

–¿12 años?, dijo el santo ¿Y dónde los tienes…?

Luego, la chiquilla le preguntó de forma directa, como hacen los niños:
–¿Cómo se que quiero al Señor?

San Josemaría le respondió rápido, sin dudar: Obras.

Y Jesús, hablando de la importancia de cumplir los preceptos de la ley, dice: «quien los cumpla y enseñe será grande en el Reino de los cielos» (Mt 5, 17-19: Evangelio de la Misa).

Obras, cosas concretas: «quien los cumpla».

Precisamente la tibieza, que es el enfriamiento del amor, empieza cuando el desorden en nuestra piedad se hace crónico.

Porque el amor lleva al orden y el pecado al desorden.

Por eso, no nos podemos acostumbrar a hacer la oración cuando Dios quiere, nunca peor dicho. O a rezar cuando nos apetezca y nos venga bien, o cuando lo sintamos en el corazón.

De esa manera, el amor termina por enfriarse y morir. Y cuando el amor muere, es sepultado en una tumba. El sepulcro del amor de Dios es la rutina.

Se hacen las cosas del Señor, el plan de vida, con un mecanismo frío. Las oraciones se leen como quien lee las páginas amarillas.

Hay un libro de la literatura rusa que ilustra mucho el proceso de cómo se enfría el amor.

Como muchos escritores rusos, la trama se desarrolla lentamente, casi a tiempo real, tanto los hechos como los pensamientos de los protagonistas.

La historia principal es la de una mujer guapa, casada y con un hijo. En su camino se cruza un joven conde, militar, que además compite en las carreras de caballos.

El verdadero problema no es la aparición de este conde rompe corazones. Lo que le lleva a cargarse su vida es el distanciamiento cada vez mayor de su marido.

Empieza llenando egoístamente su corazón con el único hijo que tiene. A su marido ni caso. Y lo único que piensa de él son cosas negativas, le da vueltas a sus defectos, sus manías, su edad…

Su vida matrimonial se le va haciendo cada vez más incómoda e insoportable. No quiere saber nada ni de él ni de todo lo que haga referencia a él: sus cosas, su trabajo, etc.

La vida de esta mujer se convierte en un puro descontento. Vive una rutina incómoda en su propia casa.

Aunque físicamente está junto a su marido, la afinidad es nula. El amor entre los dos se ha fosilizado.




Todo lo que hacen en un día normal lo hacen por pura rutina, como por inercia. Es lo que hay, que le vamos a hacer. Ninguna ilusión.

Aquello se ve que no puede durar mucho, y todo salta por los aires cuando aparece el superconde. Entonces la separación se hace física.

El libro va contando la degradación que con el pasar de las páginas, va sufriendo esta mujer y el mundo que le rodea.

Cuando se llega a la tibieza, cuando se enfría el amor de Dios, toda la vida de piedad resulta una estructura incómoda, que impide moverse con gusto.

Nace la tristeza de no poder permitirse satisfacciones vedadas. Las cosas del Señor se vean como desagradables. Hay que hacerlas y ya está.

No se hacen con gusto, sino por un motivo de amor propio unida a una costumbre: como el que pone el árbol de Navidad.

–Señor no queremos la rutina mala que es falta de amor.

Se lucha lo imprescindible para no cometer pecados mortales, pero no se lucha contra los veniales.

Así, poco a poco, se acaba actuando por motivos humanos. Y en la conducta aparece una especie de sabor carnal.

Entonces, vienen las distracciones consentidas en las oraciones, que en definitiva alivian del aburrimiento de rezar.

San Josemaría se encontró una vez con un sacerdote conocido suyo que estaba rezando el Breviario en una estación, entre el trasiego de las personas.

Y le preguntó lo qué hacía allí, y ese sacerdote le dijo: —
es que acostumbro a rezar el Breviario aquí porque estoy más distraído.

Las interrupciones, cuando estamos hablando con una persona que nos interesa, nos sientan mal.
Sin embargo, las distracciones, cuando no nos interesa lo que dice una persona, son un alivio.
Menos mal que me llaman por teléfono, porque menudo rollo.

Los propósitos se incumplen por falta de verdadero interés.

Y de vez en cuando un pecado venial deliberado. Como un conejo que salta: ¡plin! ¿Y esto porque es?

–Señor, que no me deje llevar por la pereza a la hora de tratarte. Enséñame tus caminos, muéstrame tus sendas.

«Hay corazones duros, –dice San Josemaría–
pero nobles, que, al acercarse al calor del corazón de Jesucristo, se derriten como el bronce en lágrimas de amor, de desagravio, ¡se encienden!

»Y hay otros, que son de barro y se resquebrajan. Son polvo, dan asco. ¡Hijos míos!, ¡Jesús nuestro, lejos de nosotros la tibieza! ¡Tibios no!»


Santifícanos, Señor, santifícanos (Oración después de la comunión).
Arranca nuestra tibieza, las prisas que nos impiden rezar bien, nuestro desorden, la desgana para tus cosas.

Es preciso conocer cuales son las causas de la tibieza, y así poder atacar su raíz.

La primera es el amor propio. La soberbia, que al descubrir las propias faltas y miserias y lo difícil que resulta arrancarlas, lleva a una cierta desesperanza, que hace descuidar la lucha.
Nos vamos alejando de Dios. Poco a poco...

También el activismo desmedido, que lleva a descuidar las normas, o a cumplirlas con rutina y desorden. Todo, quiza, con la excusa de una mayor dedicación apostólica y motivos de eficacia.

Es la hojarasca del árbol que maldijo el Señor: a pesar de que tenía apariencia de fecundidad, sólo tenía más que eso: apariencia.

Cuando no hay fruto, uno busca por lo menos que haya actividades. Eso lo puede uno controlar, pesar y medir. El fruto, como lo da Dios, es más difícil.

Cuando lo curas no pueden cambiar las almas de la parroquia, se plantean reformar el tejado, sacar una revista, organizar viajes, y que otros les confiesen a los feligreses.

La tibieza cuenta además con otro colaborador: un enemigo pequeño, tonto, pero eficaz, que es el poco empeño en examinarse.

Llamar a las cosas por su nombre. La pereza es pereza. Curiosamente uno descubre que para las cosas que le gustan no tiene pereza. Hay gente lenta para trabajar y rápida para ir a comer.

La pereza es en definitiva cobardía que nos lleva a querer enfrentarnos con nuestros defectos.

Entrelazada con la historia principal de la novela rusa que veíamos, hay otra historia paralela de un personaje más sencillo. Se trata de un hombre joven, de campo. Sano en sus costumbres, piadoso, honrado en sus planteamientos, trabajador infatigable.

También se casa y, aunque a veces tiene preocupaciones y agobios económicos, algunas discusiones con su mujer, vive feliz, sin tanta fiesta y vida social. Es un matrimonio unido por muchas cosas diarias.




Es un contraste grande el que existe entre las esas dos vidas. Efectivamente, no da lo mismo comportarse de una manera o de otra. Todo pasa factura, incide en la propia vida, para bien o para mal.

–Madre nuestra, defiéndenos de estos peligros. Míranos, cuando estemos vacilantes, y que tu mirada nos de fuerza.

2 comentarios:

  1. Gracias por publicar tan pronto las meditaciones del retiro.
    Tomás García

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  2. Me gusta. Añado aquí una cita del Card. Ratzinger donde llama a la tibieza "pelagianismo burgués": «La primera variante de la presunción es el pelagianismo burgués liberal, que se basa aproximadamente en las siguientes consideraciones. Si Dios existe y en verdad se preocupa del hombre, no puede estar tan terriblemente lleno de exigencias, como lo presenta la fe de la Iglesia. En el fondo yo no soy peor que los demás; cumplo mi deber, y las pequeñas debilidades humanas no pueden ser verdaderamente tan peligrosas. En esta actitud tan difusa se esconde nuevamente aquella autorreducción y personal modestia respecto al amor infinito, del cual uno piensa que no tiene necesidad, confiado como está en la satisfacción burguesa de sí mismo» (Joseph Ratzinger, Mirar a Cristo, Edicep, pg 85).

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