El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo» (Mt 22, 2).
EL ENLACE
No es extraño que Jesús en las parábolas hable del amor humano. Pues también el resto de la Sagrada Escritura emplea ese mismo lenguaje, desde el primer libro de la Biblia hasta el último.
El Génesis relata la creación de la primera pareja y su comportamiento; y en el Apocalipsis está muy presente las bodas del Cordero. Efectivamente con la Encarnación del Hijo se dio el enlace entre Dios y el hombre, que es como una alianza matrimonial.
No en vano el primer milagro de Jesús se dio en una boda. Meditando este acontecimiento, que tuvo lugar en Caná, recibimos luz sobre esa unión definitiva entre la criatura y el Creador. Acontecimiento maravilloso que se dio en la historia humana, que había que celebrarlo con el vino, como se hace en todas las bodas. Sí, porque «el reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo».
LA MÁS BELLA CANCIÓN
Nos hemos referido al principio y al final de las Sagradas Escrituras, pues en el centro se encuentra el Cantar de los Cantares, que es uno de los libros más citados por los santos. En él se lee:
«Y ahora se encuentra [...] del otro lado de este mismo muro; ahora está mirando por cada una de las ventanas [...]. Puedo oír a mi verdadero amor que me llama: Levántate, levántate rápido,[...] levántate y ven conmigo» (Cant 2, 9, 10).
El Cantar de los Cantares es un poema de amor de una belleza lírica muy notable en el que no se cita expresamente a Dios. No es extraño que a San Agustín le pareciese un enigma.
Según algunos, el Cantar de los Cantares es la historia de una joven, llevada al harén del rey Salomón, que sigue enamorada de un joven de su misma patria.
Hace unos años vi un reportaje que trataba de la vida de una malagueña que se casó con el maharajá de Capultala.
Esta chica era jovencísima cuando conoció al maharajá. Trabajaba en Madrid, de bailarina junto con su hermana.
Pasado el tiempo se casaron. Y a esta malagueña se le cayó el alma a los pies cuando se enteró de que no era la única mujer del maharajá.
La joven del Cantar de los Cantares seguía queriendo a su verdadero amor; que se acercaba hasta el muro del harén para llamarla...
Y por fin la salva de esa esclavitud dorada de la corte, y la conduce a la libertad, y a su país natal.
Este libro ha inspirado a los santos de todos los tiempos. Recientemente san Josemaría lo cita repetidamente en su homilía «Hacía la santidad».
Los grandes místicos –al leer este libro entre líneas– han encontrado el lenguaje apropiado para expresar su amor a Dios, y el amor de Dios hacia ellos.
Así pensaba San Juan de la Cruz, que viviendo en Granada, iba con su Biblia leyéndolo y meditándolo, en su Carmen de los Mártires.
El pasaje que hemos citado del Cantar de los cantares recoge que la voz del amigo que tanto la quería y que seguía enamorado de ella.
Su voz se deja oír, repentinamente, en medio de las frivolidades de la corte de Salomón. El amigo está cerca de la pared del harén y habla suavemente «por la ventana».
Y esa voz desde la ventana nos puede venir a la cabeza, al mirar la puerta del sagrario: no pensemos que esto es fruto de la imaginación.
Oculto a nuestras ojos, este Dios escondido, a través de la puerta del sagrario, a través de esta ventana en el muro –como diría el Cantar de los cantares– nos llega una luz especial.
UNA VENTANA EN EL MURO
El Señor está detrás de nuestro muro. El muro de nuestra naturaleza enferma por el pecado que nos impide respirar los aires del paraíso, como el hombre respiraba antes de contraer el pecado. El muro del orgullo que aparta nuestro pensamiento de Dios: una barrera que se levanta todos los días. Ese muro que nos hace pensar que no necesitamos de nadie, y nos aísla en nuestra isla egoísta.
Un muro que alzamos en contra del Amor de Dios. Y por eso al quejarnos es como si dijéramos que nos molesta depender de Él.
Un muro que alzamos piedra a piedra con nuestros pecados diarios: pereza, sensualidad, enfados...
Pero a través de este muro, Dios ha abierto una ventana. Así lo dice san Pablo: rompió «el muro que era una barrera entre nosotros» (Ef 2, 14).
Por eso el velo del templo se desgarró en dos mitades en el día del sacrificio del Calvario.
Y desde ese día se unió nuestro mundo con el mundo sobrenatural. Se abrió una brecha en nuestra cárcel de oro y entró la luz. Pero la ventana no está aquí para un momento histórico: está para todo tiempo, si queremos mirar, como ahora podemos hacer.
Cuando Moisés habló con Dios en el monte Sinaí, volvió con su rostro resplandeciente, hasta el punto de que tuvo que taparlo con un velo para que los ojos de su pueblo no quedaran deslumbrados cuando le vieran.
Este hombre que era solo el embajador de Dios y que habló con él en la oscuridad, quedó iluminado. ¡Qué será ver a Dios mismo¡
Jesús cuando recorrió nuestra tierra, tuvo esa gloria estuvo oculta a los ojos de los hombres. Y ahora, que reina en el cielo, su gloria está más velada que nunca en la Eucaristía.
Un velo, eso es lo que ahora vemos que cubre el sagrario; una cortina a la que llamamos conopeo, que aparece a nuestros ojos como la tienda del encuentro que ponían los israelitas fuera de su campamento y en la que conversaban con Dios.
Como los ángeles subían y bajaban por la escala de Jacob, así nuestras oraciones se asoman por aquí a lo invisible.
Y en la ventana, detrás del muro de separación está el mismo Jesús, que ahora nos habla. Levantaos –nos dice–; daos prisa y venid. Venid lejos de esos planes que vuestro cerebro inventa para hacer tonterías.
No es que el Señor nos llame a salir de nuestras ocupaciones, y tengamos que dejar las cosas buenas de esta vida, que Él nos ha dado. Al contrario: como el rayo de sol entra por la ventana ilumina y hace visibles las motas menudas de polvo que llenan el aire.
Así los que estamos junto a esta ventana, que da a la luz de la eternidad, encontramos, en todo lo que nos rodea, un nuevo encanto.
Un nuevo significado, que un paladar acorchado por la frivolidad no podría apreciar.
Precisamente el Señor nos da la Comunión eucarística como medicina: que permite al alma mirar firmemente a la luz divina, respirar profundamente el aire de nuestra tierra verdadera.
Conforme nuestra vida avanza, el Señor nos recuerda que las cosas de este lado del muro, son poco satisfactorias. Cada día que pasa el Señor suele quitarnos los apoyos que permiten a nuestros corazones descansar en este mundo.
Hoy le escuchamos bajo el velo de su presencia sacramental. Y cada día en la oración oiremos u voz. Pedimos ahora la gracia de obedecer a sus llamadas, hasta que nos llame hacia Él, y nos haga felices al fin con la belleza de su presencia sin velos.
Por ahora tenemos a Jesús en la Eucaristía, donde se celebra el enlace de Dios con la humanidad. Estamos todos invitados a este banquete en el que el Rey del cielo celebra «la boda de su Hijo».
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MATEO 22
1Volvió a hablarles Jesús en parábolas, diciendo: 2«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo».