martes, 1 de julio de 2025

VII. LA BODA DEL PRÍNCIPE

El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo» (Mt 22, 2). 


EL ENLACE


No es extraño que Jesús en las parábolas hable del amor humano. Pues también el resto de la Sagrada Escritura emplea ese mismo lenguaje, desde el primer libro de la Biblia hasta el último. 


El Génesis relata la creación de la primera pareja y su comportamiento; y en el Apocalipsis está muy presente las bodas del Cordero. Efectivamente con la Encarnación del Hijo se dio el enlace entre Dios y el hombre, que es como una alianza matrimonial. 


No en vano el primer milagro de Jesús se dio en una boda. Meditando este acontecimiento, que tuvo lugar en Caná, recibimos luz sobre esa unión definitiva entre la criatura y el Creador. Acontecimiento maravilloso que se dio en la historia humana, que había que celebrarlo con el vino, como se hace en todas las bodas. Sí, porque «el reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo». 



LA MÁS BELLA CANCIÓN


Nos hemos referido al principio y al final de las Sagradas Escrituras, pues en el centro se encuentra el Cantar de los Cantares, que es uno de los libros más citados por los santos. En él se lee: 


«Y ahora se encuentra [...] del otro lado de este mismo muro; ahora está mirando por cada una de las ventanas [...]. Puedo oír a mi verdadero amor que me llama: Levántate, levántate rápido,[...] levántate y ven conmigo» (Cant 2, 9, 10).


El Cantar de los Cantares es un poema de amor de una belleza lírica muy notable en el que no se cita expresamente a Dios. No es extraño que a San Agustín le pareciese un enigma. 


Según algunos, el Cantar de los Cantares es la historia de una joven, llevada al harén del rey Salomón, que sigue enamorada de un joven de su misma patria.


Hace unos años vi un reportaje que trataba de la vida de una malagueña que se casó con el maharajá de Capultala. 


Esta chica era jovencísima cuando conoció al maharajá. Trabajaba en Madrid, de bailarina junto con su hermana. 


Pasado el tiempo se casaron. Y a esta malagueña se le cayó el alma a los pies cuando se enteró de que no era la única mujer del maharajá.

 

La joven del Cantar de los Cantares seguía queriendo a su verdadero amor; que se acercaba hasta el muro del harén para llamarla... 


Y por fin la salva de esa esclavitud dorada de la corte, y la conduce a la libertad, y a su país natal. 


Este libro ha inspirado a los santos de todos los tiempos.  Recientemente  san  Josemaría lo cita repetidamente en su homilía «Hacía la santidad».


Los grandes místicosal leer este libro entre líneas– han encontrado el lenguaje apropiado para expresar su amor a Dios, y el amor de Dios hacia ellos. 


Así pensaba San Juan de la Cruz, que viviendo en Granada, iba con su Biblia leyéndolo y meditándolo, en su Carmen de los Mártires.


El pasaje que hemos citado del Cantar de los cantares recoge que la voz del amigo que tanto la quería y que seguía enamorado de ella.


Su voz se deja oír, repentinamente, en medio de las frivolidades de la corte de Salomón. El amigo está cerca de la pared del harén y habla suavemente «por la ventana»


Y esa voz desde la ventana nos puede venir a la cabeza, al mirar la puerta del sagrario: no pensemos que esto es fruto de la imaginación. 


Oculto a nuestras ojos, este Dios escondido, a través de la puerta del sagrario,  a  través de esta ventana en el muro –como diría el Cantar de los cantares– nos llega una luz especial.



UNA VENTANA EN EL MURO


El Señor está detrás de nuestro muro. El muro de nuestra naturaleza enferma por el pecado que nos impide respirar los aires del paraíso, como el hombre respiraba antes de contraer el pecado. El muro del orgullo que aparta nuestro pensamiento de Dios: una barrera que se levanta todos los días. Ese muro que nos hace pensar que no necesitamos de nadie, y nos aísla en nuestra isla egoísta.


Un muro que alzamos en contra del Amor de Dios. Y por eso al quejarnos es como si dijéramos que nos molesta depender de Él.


Un muro que alzamos piedra a piedra con nuestros pecados diarios: pereza, sensualidad, enfados... 


Pero a través de este muro, Dios ha abierto una ventana. Así lo dice san Pablo: rompió «el muro que era una barrera entre nosotros» (Ef 2, 14). 


Por eso el velo del templo se desgarró en dos mitades en el día del sacrificio del Calvario. 


Y desde ese día se unió nuestro mundo con el mundo sobrenatural. Se abrió una brecha en nuestra cárcel de oro y entró la luz. Pero la ventana no está aquí para un momento histórico: está para todo tiempo, si queremos mirar, como ahora podemos hacer. 


Cuando Moisés habló con Dios en el monte Sinaí, volvió con su rostro resplandeciente, hasta el punto de que tuvo que taparlo con un velo para que los ojos de su pueblo no quedaran deslumbrados cuando le vieran. 


Este hombre que era solo el embajador de Dios y que habló con él en la oscuridad, quedó iluminado. ¡Qué será ver a Dios mismo¡ 


Jesús cuando recorrió nuestra tierra, tuvo esa gloria estuvo oculta a los ojos de los hombres. Y ahora, que reina en el cielo, su gloria está más velada que nunca en la Eucaristía. 


Un velo, eso es lo que ahora vemos que cubre el sagrario; una cortina a la que llamamos conopeo, que aparece a nuestros ojos como la tienda del encuentro que ponían los israelitas fuera de su campamento y en la que conversaban con Dios.


Como los ángeles subían y bajaban por la escala de Jacob, así nuestras oraciones se asoman por aquí a lo invisible.


Y en la ventana, detrás del muro de separación está el mismo Jesús, que ahora nos habla. Levantaos –nos dice–; daos prisa y venidVenid lejos de esos planes que vuestro cerebro inventa para hacer tonterías. 


No es que el Señor nos llame a salir de nuestras ocupaciones, y tengamos que dejar las cosas buenas de esta vida, que Él nos ha dado. Al contrario: como el rayo de sol entra por la ventana ilumina y hace visibles las motas menudas de polvo que llenan el aire. 


Así los que estamos junto a esta ventana, que da a la luz de la eternidad, encontramos, en todo lo que nos rodea, un nuevo encanto. 


Un nuevo significado, que un paladar acorchado por la frivolidad no podría apreciar. 


Precisamente el Señor nos da la Comunión eucarística  como medicina: que permite al alma mirar firmemente a la luz divina, respirar profundamente el aire de nuestra tierra verdadera.


Conforme nuestra vida avanza, el Señor nos recuerda que las cosas de este lado del muro, son poco satisfactorias. Cada día que pasa el Señor suele quitarnos los apoyos que permiten a nuestros corazones descansar en este mundo. 


Hoy le escuchamos bajo el velo de su presencia  sacramental. Y cada día en la oración oiremos u voz. Pedimos ahora la gracia de obedecer a sus llamadas, hasta que nos llame hacia Él, y nos haga felices al fin con la belleza de su presencia sin velos.


Por ahora tenemos a Jesús en la Eucaristía, donde se celebra el enlace de Dios con la humanidad. Estamos todos invitados a este banquete en el que el Rey del cielo celebra «la boda de su Hijo».  



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MATEO 22

1Volvió a hablarles Jesús en parábolas, diciendo: 2«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo». 









martes, 24 de junio de 2025

VI. EL FARISEO Y EL PUBLICANO

En la parábola del fariseo y el publicano; Jesús nos relata la oración de dos personas que van a rezar, aunque lo hacen de modo muy diferente (cf. Lc 18, 9-14). Sin embargo es una historia de dos personas que tienen fe. 



LA ORACIÓN DE DOS HOMBRES 


Como le ocurrió a los ángeles, también los hombres deben decidir, entre la soberbia de creerse superiores, o la humildad de aquellos que están en la realidad. 


La batalla que se libró en el cielo ahora se libra en nuestro corazón. Esa lucha, entre el orgullo y la verdad, se da en todos los ámbitos de nuestra vida: sobre todo en el trato con los demás y también con Dios.


Parece que cada uno de nosotros heredamos genéticamente el egocentrismo. Como si, «por defecto», trajésemos «de fábrica» la idea de que somos «el ombligo» del universo. Esa es la percepción que se puede tener, al mirar a derecha e izquierda y arriba y abajo: somos el centro. 


No es extraña la actitud del fariseo de la parábola, al vanagloriarse de sus muchas virtudes. 


Y precisamente por eso le habla a Dios tan solo de sí mismo, y piensa que así le alaba. Esto es lo que el Papa Francisco llama «autorrefencialidad». 


No es cierto que seamos, en nuestro entorno, el sol que da luz a los demás seres, como pensaría Lucifer. 


Y lo malo una persona así, puede que esté convencido de que los demás son egoístas, por la sencilla razón de no piensan en ella. 


En su imaginación se ven ya en la cumbre más alta del Nepal entronizados en un altar de purpurina, como un dios, tan grande y gordo como su ego: la realidad es otra, dependemos de Dios y de los demás.


El publicano, en cambio, conoce sus pecados, sabe que no puede presumir de nada y, consciente de sus faltas, pide ayuda a Dios. 


Quizá no es una persona de las llamadas «religiosas»: está unido al Señor con la principal ligazón, la verdad.


Porque si hacemos bien oración, nos damos cuenta de que estamos en deuda con Dios; y así, con mucha verdad, le podemos llamar «Señor»: gracias a él somos lo que somos, y no podemos valernos sin él; con esa consciencia comenzamos a hablarle, pero mediante la oración, terminamos considerándolo amigo.


Dice el poeta: «Encontré a Dios en los atardeceres, en los pájaros, en el rumor del agua, en la risa de un niño, e incluso en la conversación con un ateo; casi nunca en un hombre de iglesia». Quizá esa fue la experiencia de Jesús al tratar con muchos fariseos, y la de algún santo que se declaraba anticlerical.


Jesús comía con publicanos y pecadores. También con fariseos, aunque estos no lo entendían. Lo mismo que nosotros hemos sentido un trato frío, al vivir cerca de personas entregadas a dios, a un dios con minúscula, que no es el verdadero. 


Tenía razón el filósofo cuando escribió que debajo de un templo siempre se encuentra un cementerio. Así era en tiempo de los paganos. 


Sin embargo el Dios de Jesús es un Padre lleno de misericordia que prefiere habitar en nuestro corazón.



DOS MODOS DE SITUARSE 


Esta parábola trata de dos modos de situarse ante Dios, pero también ante sí mismo. La verdad es que no «somos» seres solitarios, porque estamos hechos a imagen de Dios, que es un ser relacional: sin los otros, nuestra vida no está completa, no sería auténtica. Porque los seres humanos estamos pensados para la amistad. 


Por desgracia, no siempre somos capaces de tratar bien a los otros. Nuestra debilidad se manifiesta en que no solo no hacemos lo que nos proponemos, sino que, a veces, incluso lo contrario. 


El fariseo, situándose él mismo en el centro de todo, ni siquiera mira a Dios, solo se mira a sí mismo. En él no hay ninguna relación real y auténtica con el Señor, que a fin de cuentas le resulta superfluo.


El publicano, en cambio, se ve en relación con Dios, pero no le salen las cuentas, está con una suma millonaria en números rojos. 


Se encuentra en franca bancarrota. Y al poner sus ojos en el Señor, también se le abre la mirada hacia sí mismo. 


Es cierto, conocer a Dios es conocernos a nosotros, porque estamos hecho a su imagen. Por eso una forma verdadera de conocer a un padre es conocer a su hijo.


El publicano sabe que necesita misericordia, y así aprenderá de la misericordia de Dios a ser él mismo misericordioso y, por tanto, semejante a Dios. 


Él vive gracias a Dios, por eso se siente inmensamente agradecido; piensa que siempre necesitará de su amor, de su perdón… Además aprenderá a transmitirlo a los demás.



UNA COSA Y OTRA


La ayuda de Dios no exime a nadie de ejercitarse en obras buenas: ni al fariseo ni al publicano. Lo que sucede es más bien lo contrario: la ayuda de Dios nos hace más humanos; el Señor potencia lo bueno y nos libera de la rigidez del voluntarismo. Así es como nos ponemos en la órbita del amor, y no del yo. 


De todas formas podemos preguntarnos por qué un hombre cumplidor, como el fariseo, puede caer en esta mentira estructural. Quizá no solo habrá una razón. Vamos a meditar a las que hace referencia san Lucas.

Ahora se habla mucho de autoestima, porque hay personas que no se valoran por falta de humildad verdadera, por no estar en la realidad; no estiman lo que han recibido, sino lo que ellas tienen –o carecen– en comparación con otras. 


La falta de humildad lleva a la comparación. Hay personas que salen perdiendo, las que son de autoestima baja, y hay otras que salen ganando, las de autoestima alta. Tanto unas personas como otras han puesto su confianza en sí mismos, en sus obras. En algunos casos es para llorar y en otros para envanecerse. 


El fariseo se consideraba en paz con Dios porque cumplía con una serie de preceptos. Pero la perfección que nos pide Jesús no es la del  «cumplimiento» (cumplo y miento) la de no tener fallos o pecados. 


No es la santidad una cuestión para perfeccionistas en el terreno de la espiritualidad, porque no se trata de un empeño nuestro que, en el peor de los casos, pudiera desembocar en neurosis. Lo que nos pide Jesús es que nos parezcamos al Padre en la misericordia.


Por otra parte, es difícil que una persona que se siente satisfecha con lo que hace, pueda mejorar en algo y, sobre todo, que esté en la realidad. Considerarse justo es ya una equivocación, aunque lo que en realidad desconoce es el camino de la santidad, que es la misericordia. Es razonable que, si el fariseo no sabe que la perfección está en la misericordia, le salga el desprecio hacia los que no cumplan sus expectativas. Quizá se olvidó de que cuando niño, aunque no tenía los sabios conocimientos de la Escritura, sabía lo principal: el amor que Dios le tenía, y que le perdonaba sus travesuras, como hacía cualquier padre.

 

Quizá, también nosotros hemos actuado unas veces como el fariseo, y en otras ocasiones como el publicano. 


Por eso estamos en disposición de comprender a los que se porten como ellos, y tomar lo mejor de cada uno: la ciencia del fariseo y la humildad del publicano. 


Precisamente san Pablo que era fariseo experto en teología, tenía también la sencillez de un niño. Así fue capaz de no intelectualizar sus conocimientos, sino aplicarlos a su vida. Y atreverse en su oración a decirle a Dios, Abba, Papá. 


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LUCAS 18

9Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: 10«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. 


11El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. 12Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. 


13El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. 14Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».





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